Elísabet Benavent, la mujer de los tres millones de lectores

Elísabet Benavent, en realidad, no quiere mentirnos. Nos ha comentado la editorial —­Suma de Letras— que ha alcanzado los tres millones de ejemplares vendidos de sus libros. Pero ella desea puntualizar el dato en el momento de encontrarnos en el café Comercial de Madrid, donde algún día se baja a escribir o tomar notas en cualquiera de sus mesas. Estamos a principios de marzo… “La cifra exacta son 2.989.000 o algo así, no llega a los tres…”. Bueno, en fin, cualquiera tiende a redondear. Y cuando este perfil salga a la luz, seguramente los habrá sobrepasado. El rigor se agradece en la fecha indicada, pero las cuentas prueban que para el 8 de abril, el día para el cual estaba previsto el lanzamiento de El arte de engañar al karma, su nueva novela, serán más de lo que la editorial ha calculado.

Elísabet Benavent, a sus 36 años, se esfuerza por quitarse importancia. Tiende a restarse porque sus sumas abruman. Desde que apareciera su primera novela ante el público, en 2013, cambió su vida. “No lo va a leer nadie, no lo va a comprar nadie, veréis”, les advirtió a unos íntimos. Lo hizo con un juicio, una intuición y una idea pésima acerca de sus propias posibilidades. Completamente alejada de lo que ha ocurrido después. Hoy, a aquellos dos amigos que la animaron no para de invitarlos a comer.

Siempre deja en el aire cierto suspense al contar su vida. Rastros de la trama para que uno se haga su propia composición, su puzle. Por una parte, Benavent se narra con cierto desdén, pero sin distancia. Por otra, desliza datos que no cuadran con la versión que ofrece de sí misma. Hasta para eso es novelista. Juzguen ustedes. Aquellos amigos le animan a dar el paso: autopublicarse en Amazon. El primer título fue En los zapatos de Valeria. Su entorno apostaba fuerte. Ella, dice, no tanto. Pero quién sabe… La verdad es que tenía artillería guardada en el cajón del por si acaso. “Sí, había terminado siete novelas. Cuatro sobre Valeria —por orden: En los zapatos de Valeria, Valeria en el espejo, Valeria en blanco y negro, Valeria al desnudo—, dos sobre Silvia y otra más: Mi isla. Por eso en la primera etapa fui publicando tan rápido”.

El caso es que no tardó en escalar a los primeros puestos de ventas dentro de la plataforma y, con los ojeadores al loro, no se demoraron en ficharla para su actual sello, Suma de Letras. El que hoy dirige Gonzalo Albert, un lince joven del oficio que cuida los lanzamientos codo con codo junto a la autora. Si vamos más hacia atrás, nos confiesa que las tres primeras que escribió sobre Valeria no se las había enseñado a nadie. ¿Ni a su entorno familiar más íntimo? Silencio. Otro ingrediente para el suspense.

Continúa, pues, la trama personal… Y eso que desde niña en su casa de Valencia tenían más que clara su vocación. “Vitamina, me llamaban. No paraba de contar cosas”. Su madre, Rafaela; su padre, Tomás, y Lorena, su hermana, auténtica mentora de sus pasos y profesora de literatura en secundaria, las escuchaban a veces con atención. Otras, podemos imaginar, desconectando de la fantasía que desplegaba la niña: “Yo era la trovadora de la casa”. Ya en el colegio ganó algún concurso. “Con un cuento sobre un gusano que tenía problemas con otros gusanos. Discutía con uno muy grande y al final terminan siendo amigos”.

Elísabet Benavent en la calle de la Palma, en Madrid,
Elísabet Benavent en la calle de la Palma, en Madrid,Bego Solís / EPS

Si las desventuras de aquel invertebrado no le causaron problema a la hora de presentarse al premio, ¿por qué después esperó tanto? “Era algo que hacía para mí, no tenía formación, a quién le iba a interesar… Además, la gente te hace sentir vulnerable”. En eso su instinto no falló. Y aquí es donde viene el paralelo con el patito feo. Para la trama… Elísabet Benavent trabajaba dentro del departamento de marketing y comunicación en una consultora multinacional de la que no quiere dar el nombre, pero sí el mote: “Mordor, era una de las big four [de las cuatro grandes a nivel mundial]”. En parte, su decisión de no publicar se debía a que sabía con certeza que en el trabajo la iban a crucificar. No los jefes, a ellos no los temía tanto. A algunos compañeros, en cambio, sí. “Se reían de mí con crueldad, no de otra manera. Se rieron hasta la saciedad”. También se arma con coraza al recordar aquello. Debió de doler, pero… “No eché cuentas. Era Mordor, como te digo, y yo no poseía el anillo de poder”.

Entonces no lucía el pelo azul y vivía en un piso de Estrecho, cerca de Cuatro Caminos, apretada en 30 metros cuadrados, “no útiles”, puntualiza. En cuanto al color del cabello: “Lo llevaba teñido de rojo y también un piercing”. Tampoco se había tatuado entonces el comienzo de Valeria: “Érase una vez…”, como hoy. Uno entre los más de 20 motivos que decoran su cuerpo. “Y el siguiente ya lo tengo pensado: una mano de mujer sujetando una llama. No sé qué quiere decir, pero me sugiere sensación de poder. Las mujeres hacemos malabares con las manos y no nos quemamos”, asegura. ¿Qué significa eso? ¿Que ahora sí? ¿Que ahora ya detenta el anillo de poder? Tres millones de ejemplares vendidos dan la respuesta.

El próximo bar donde recalamos es El Amor Hermoso, en la calle de la Palma: otro de sus laboratorios urbanos con puertas y ventanas en corriente para prevenir el virus. Recomienda pedir un vermú granizado, pero ella opta por un vino tinto a juego con su traje de lunares y sus zapatos rojos. El nuevo diseño de tatuaje puede ser también todo un guiño a su nuevo personaje: Catalina Beltrán, protagonista de El arte de engañar al karma.

Le ha costado más que el resto, confiesa. Escribió durante el año de pandemia y terminó justo en los días del temporal Filomena. “No conseguía que la historia tocara suelo”, asegura. “Me lo sabía absolutamente todo de los personajes, pero no me centraba. Llevaba fatal el aislamiento”. Quizás por eso, también le ha salido un homenaje a Madrid. La ciudad en la que vive, transita muy presente entre sus páginas y purga el trauma del coronavirus como una cicatriz pasada con salvoconducto para iniciar una belle époque siglo XXI. Lo ha planteado en plan distópico, pero al revés, en su nueva historia. Es decir, pongamos que ya hemos superado la pandemia y volvemos a ser algo más felices. “Como antes, yo no reniego de ese antes, pero a los 36 años ya tengo edad para asumir que no volverá a ser igual”.

La novela tiene algo de lo que ella pudo haberse convertido de continuar el camino de otra de sus pasiones: el arte. Un ambiente propicio para el género que Benavent aborda: la comedia romántica. En El arte de engañar al karma, Benavent mezcla anglicismos con lenguaje castizo —”soy muy social, dice mi madre que si la casa se hunde, que no me busquen debajo de los escombros, aunque en esta pandemia me he sentido como una misfit”, afirma—, conversaciones y desparrames, sexo y tramas sofisticadas con escatología marca de la casa a lo largo de casi 700 páginas.

Es la fórmula de esta autora con vocación de volver a reventar el mercado y convertirse en esa voz de generaciones transversal, capaz de reunir en una cola de firmas a la hija, la madre y la abuela. “Me ha pasado eso, sí…”. Su éxito prueba que es una médium capaz de atravesar sensaciones y emociones globales con los ingredientes de sus enredos.

Quién lo lograra… Ella y su anillo de poder. Por eso, al año de publicar En los zapatos de Valeria y seguir con sus secuelas desempolvadas al tiempo que sus complejos mientras empezaba a comerse las mesas de las librerías, ya había dado un corte de mangas a Mordor y se dedicó a tiempo completo a escribir cuando no había cumplido los 30. De esa determinación han salido en ocho años 22 novelas y una serie de televisión colgada en Netflix sobre Valeria. Lo suyo da para diversos culebrones. En su tono, ya saben, sin cortarse las venas por amor, con poderío femenino y huyendo de la etiqueta milenial, que asegura no saber lo que es, pero sin lugar a dudas conectando con un estado de ánimo generacional. No dice ser consciente de ello. Pero sí de que sus experiencias personales andan repartidas entre sus personajes de ambos sexos: “Era muy bruta; si había movida, metía la nariz”, suelta. No es que se distrajera con eso, que sí, “también era la reina de la procrastinación”, es que olía argumentos ya de niña.

¿Y del primer amor…? ¿Qué queda? Un nombre: “Jacobo, el más travieso de la clase. Me duró entre los 7 y los 15 años, aunque oficialmente salimos una semana y dimos carpetazo porque era inconstante: estaba enamorado de mí a ratos sí y a ratos no”. Después vino Pau, en la adolescencia: “Me declaré y me dijo que no. Ahí aprendí lo que es la frustración para la vida adulta. Soy una romántica empedernida, pero muy práctica; si no me quieren bien, puerta. No me dejo estar mal demasiado tiempo. He tenido suerte, no me han hecho sufrir, aunque a veces siento una pena profundísima, me echo a llorar 20 minutos y me quedo después como nueva”.

De la política de hoy no entiende ni la mitad de las cosas que ocurren, pero tampoco le quita el sueño. El Atlético de Madrid, sí. Es forofa, ante todo, del Cholo Simeone. De las redes sociales no abomina. Gran parte de su triunfo se debe a lo que en su día fue un blog de éxito: Betacoqueta. Pero se ha vuelto selectiva con algunas. “Dejé Twitter en 2019. Pedí que no etiquetaran mis libros pirateados y no sabes la que me cayó. En esa red se habla un código que no es el mío: discutir por discutir”. Instagram, en cambio, sí: “Es más sana y más positiva… Las redes son una ventana por la que entra todo. Sol, lluvia, viento y polvo. Pero en su mayoría resultan buenísimas”.


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