Elogio de la suegra

Mucho antes del actual descrédito de la clase política ya era costumbre despotricar contra la familia política. Atávicamente, acogemos con suspicacia los parentescos sobrevenidos. La incorporación más reciente a esta nómina es el cuñado, orador de sobremesa convertido en paradigma del tipo insoportable con recetas infalibles para cualquier dilema. El cuñadismo —hoy, una categoría mental— es el último eslabón de un recelo con milenios de historia.

La víctima más antigua de este prejuicio es, sin duda, la suegra, cuyo desprestigio remonta a sociedades donde las recién casadas dejaban su hogar para vivir en la casa del marido. Se creía que la joven esposa estaba condenada a enemistarse con la matrona, idea abonada por otra ancestral creencia: la eterna rivalidad entre mujeres, incapaces de crear vínculos de colaboración. Hace 23 siglos, el dramaturgo romano Terencio estrenó su comedia La suegra. En ella, Sóstrata es acusada —sin causa— de haber provocado la ruptura entre su hijo y Filomena, su atormentada esposa. Cuajada de secretos e intrigas, la obra reflexiona sobre la ligereza con que todos endilgan la culpa a Sóstrata, y da voz a su queja: “No es fácil justificarse: todos están convencidos de que todas las suegras son malvadas”. El tópico sigue tan vivo que, a principios del siglo pasado, inspiró el nombre de un juguete, el matasuegras, así llamado en alusión —dicen los lexicógrafos— a la lengua larga y venenosa de las madres políticas.

Uno de los libros más conmovedores de la Biblia narra precisamente la honda amistad entre dos mujeres de distinta sangre: Noemí y su nuera Rut. Al quedar las dos viudas, Noemí decide volver a Belén, su ciudad natal, y anima a la moabita Rut a regresar junto a su madre. Pero Rut responde: “No insistas en que te deje: donde tú vayas, iré yo; donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios”. Extranjera y pobre, Rut sale a espigar tras los segadores. El rico propietario de los campos se enamora de ella y le ofrece matrimonio. Cuando les nace un hijo, Noemí, que no es pariente del bebé, lo mece en su regazo, haciendo de nodriza. Las mujeres de Belén le dicen: “Este niño será el consuelo de tu vejez, pues te lo ha dado tu nuera que tanto te ama”.

La ridícula caricatura de la suegra parece obviar que hoy la sociedad se tambalearía sin los cuidados y el afecto generacional que trenzan las abuelas con sus nietos. Una arista callada y particularmente dolorosa de la pandemia que sufrimos es la separación forzosa de los niños y sus abuelos. Como un distópico flautista de Hamelín, el virus ha arrebatado a los mayores la infancia de los más pequeños, abriendo ausencias y distancias.

En la película Cuentos de Tokio, de Yasujiro Ozu, una pareja de jubilados emprende un largo viaje para visitar a sus hijos, pero ellos, muy ocupados, no tienen tiempo de atenderlos. Al cabo de unos días se han convertido en una carga que todos intentan quitarse de encima. Solo la nuera viuda, Noriko, muestra cariño por sus suegros, y pide unos días de permiso en el trabajo para acompañarlos. Sutil y contenido, Ozu medita sobre la vejez, la gratitud y los frágiles lazos que tejen las familias. La tristeza que emana de este filme es universal, a todos nos escuece la memoria por esas veces en que defraudamos a los nuestros: compañías negadas, muros de distancia que levantaron nuestras prisas o el trabajo, ausencias en momentos que importaban. Durante años hemos reclamado la ayuda de los abuelos con los niños; ahora, en las residencias, los mayores sufren como nadie la soledad y el miedo.

Todos los parentescos se construyen, se cuidan, se cultivan. Los anglosajones denominan in-law —afectos por imperativo legal— a quienes nosotros llamamos parientes políticos, dando una oportunidad al diálogo y al acuerdo. Frente a los viejos estereotipos, cada pareja forja con su suegra, igual que Sóstrata, Noemí o Noriko, peculiares equilibrios, que son únicos, para sostener ese triángulo íntimo. Como en cualquier relación, nos ayudará evitar otras figuras geométricas: las mentes cuadradas y los círculos viciosos.


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