En busca de la patata frita perfecta

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El chef Juanjo López mira un simple plato con patatas fritas recién hechas y afirma: “Esto es alta gastronomía”. Lo que dice es consecuente con su propia doctrina de la sencillez y con el hecho de que la buena patata frita, la patata frita bien hecha, es una cosa cada vez más esquiva en hogares y restaurantes. Otro entendido en cocina, el periodista Mikel López Iturriaga, jefe del blog El Comidista, lamenta por teléfono el declive de este viejo y popular manjar: “Ya es difícil encontrar sitios donde cuiden su preparación. Es un producto con mucho potencial al que no se le presta atención. Lo normal es que te las pongan blandurrias, grasientas o congeladas. Para mí, es un medidor de la calidad de los sitios”. En su restaurante en Madrid, La Tasquita de Enfrente, López reflexiona sobre el limbo en el que está la patata frita —no se suele servir en los restaurantes de lujo, la cocina doméstica ha dejado de ser su bastión por las prisas de la vida moderna y en la hostelería corriente predomina la estandarización— y lo califica como “una tragedia cultural”. Adónde has ido, patata frita.

Ha ido, por ejemplo, a un supermercado Carrefour en el que el chef Dani García, que se encuentra grabando una colaboración con la cadena francesa, hace una pausa para elaborarnos lo que considera “unas patatas fritas perfectas”. García, tres estrellas Michelin, opina que la patata frita está “hiperprostituida”, que ha caído “en el todo vale”, y sostiene que encontrarle el punto no es ninguna broma: “Te diría que a mí me ha llevado ocho o nueve años llegar a hacerlas como me parece idóneo, probando y probando en mi casa a base de experiencia y de pura intuición”. En abril de 2020, cuando estábamos confinados por la pandemia, pensó en que la gente necesitaría consejos prácticos para sobrellevar aquello y publicó en YouTube un vídeo sobre cómo freír patatas. Decenas de miles de personas lo vieron y, según cuenta, todavía hoy se lo agradece alguien cada día. “La semana pasada estaba cenando en un restaurante de Marbella y se me acercó una señora para decirme que ahora le salían mejor. Y una vez un tío me escribió un mensaje por Instagram diciendo que aquel tutorial evitó que lo dejase su novia”. Quizá sea exagerado decir que unas buenas patatas fritas puedan resolver una grave crisis de pareja, pero al probar las suyas cuando terminó —al probarlas el reportero, el equipo del chef y el propio chef, que mató las últimas sin piedad— podemos dar fe de que se creó un clima grato, de concordia y sonrisas reales.

Geray Mena

Para freír usa patata agria, una elección común entre los cocineros; preferiblemente viejas, porque traen menos agua. Una vez peladas por un auxiliar, García coge un cuchillo cebollero y las corta en bastones con precisión, procurando que la mayoría tengan el mismo largo y el mismo grosor, más bien delgadas para que la patata se haga por dentro. Las lava en un bol hasta que sueltan el almidón y el agua queda transparente. Las escurre. Las sala antes de freírlas “para que lloriqueen” y lleguen a la sartén con menos humedad. La humedad, según Dani García, es la némesis de la patata frita perfecta. Y, ahora sí, el quid de la cuestión: “No se trata de echarlas en la sartén o en la freidora a fuego fuerte y darle candela, porque se queman por fuera y no se cocinan. Esto va de freírlas en dos cocciones, jugando con la temperatura del aceite”. Las fríe en aceite de oliva. Las vierte con el fuego medio-alto, deja que se deshidraten, las menea con tiento, pasa a fuego medio durante una fase valle en la que el interior de las patatas se termina de cocinar y finaliza subiendo otra vez a medio-alto para que se crispen. “Así tiene que quedar”, afirma ante su obra, que le ha llevado algo más de un cuarto de hora. “La piel como una capa crujiente que se abomba y se separa del cuerpo, el cuerpo casi como un puré y, de fondo, ese retrogusto largo del aceite de oliva en boca”.

Geray Mena

“Hombre, claro, lo de freírlas en aceite de oliva es cojonudo”, dice por teléfono el chef belga Etienne Bastaits, que vivió tres décadas en España y estuvo al frente del Atelier Belge, en Madrid. Él considera que el aceite de oliva es la principal virtud de la patata frita corriente que se come en España, y su defecto, el hábito de hacerla a alta temperatura de una tacada, desde que se vierte hasta que se retira, a diferencia de Bélgica, donde está extendida la técnica de la doble cocción o fritura. Su país se disputa con Francia el crédito de la invención de la patata frita, ni más ni menos, pero no hay evidencia historiográfica que permita declarar un vencedor en la contienda.

Rosa Tovar, cocinera e investigadora de la historia de la gastronomía, advierte de que “es imposible hacer una historia de la patata frita”. “Sabemos que al principio, cuando llegó de América, la patata no gustaba e iba a las cochiqueras, y no aparece en las recetas hasta inicios del siglo XVIII. Pero no podemos saber dónde y cuándo se empieza a comer la patata frita porque era una comida de la gente corriente, y por aquel entonces no se hacían crónicas de lo que comía la gente corriente”.

Geray Mena

En Bélgica las autoridades evalúan la posibilidad de pedir a la Unesco que se reconozcan como patrimonio de la humanidad sus famosos puestos de frites, llamados frietkot, friteries o frittenbude, según el área lingüística. Por su parte, Francia goza del privilegio de que globalmente se conozca a este icónico producto como french fries, pese a que una vez la mayoría republicana del Congreso de Estados Unidos logró que en la cafetería de la institución pasasen a llamarse freedom fries (patatas de la libertad) porque el presidente Chirac no apoyó la invasión de Irak. La idea partió de Neal Rowland, un señor que tenía un restaurante de comida rápida en Carolina del Norte. Comparó la situación con la I Guerra Mundial, cuando las autoridades de Estados Unidos consideraron renombrar el chucrut, de origen alemán, como liberty cabbage, col de la libertad. El desvarío de las patatas fritas en el Congreso duró tres años, pero no caló en la sociedad y las french fries siguieron siendo french fries, las mismas por las que saliva Obama —en 2009 afirmó: “Son mi comida favorita, pero no puedo comerlas todos los días”— y de las que Trump dijo en un tuit en 2020 que eran —específicamente las de McDonald’s— la razón de que no se hubiese quedado calvo.

Estas últimas, las patatas fritas de cadena, son obviamente otra dimensión de la patata frita. Su faz industrial. Visitamos en Madrid un Burger King en el que nos permiten pasar a la cocina para ver cómo se fríen las suyas. Las conservan en un dispensador a -19,3 grados centígrados. De ahí caen a las cestas de metal que van a las freidoras para cocinarse a 175 grados durante 3 minutos y 10 segundos. [Las de McDonald’s, según nos informa por correo electrónico el otro gigante de la comida rápida, se hacen 3 minutos a 168 grados para resultar en “una patata con un suave color dorado y textura crujiente en su exterior”]. En Burger King nos muestran cómo a los 35 segundos de la inmersión la freidora pita para recordar que hay que sacudirlas para que no se apelmacen, cómo al terminar levantan la cesta unos segundos para que se escurra el aceite y cómo las dejan en un “patatero o estación de embolsado”, que retiene su calor por un máximo de 10 minutos hasta servirlas. Si en ese tiempo no se sirven, explican, las patatas se retiran. Así despachan en España unas 28.200 toneladas al año de patatas fritas. No son las de Juanjo López ni las de Dani Garcia, pero a cuatro adolescentes que están allí pasando la tarde les parecen “versátiles”, “sabrosas”, “algo que pega con todo en todo momento” y “básicamente lo mejor”.

Ahora bien, volvamos al limbo. Vale que las patatas fritas de Burger King sean “básicamente lo mejor” y que a Trump le hayan mantenido la cabeza tupida las de McDonald’s, pero ¿qué pasa con las artesanales, las de toda la vida? López Iturriaga cree que están encontrando refugio en los restaurantes de pollo y hamburguesas gourmet. “En estos sitios por lo general sí que se preocupan de que estén buenas, hacen doble fritura y no las echan en aceites milenarios”. Un restaurante que responde a esta descripción es Piri Piri, en Madrid, donde ponen un estupendo frango (pollo asado al estilo portugués) y lo acompañan con unas patatas fritas muy solventes. Luis Figueira, dueño con su socio José Lander, ambos venezolanos de raíces lusas, cuenta que desde el principio consideraron que debían respetar la cultura ibérica de la patata y no servir patatas congeladas “bajo ningún concepto”. Ficharon a un consultor y rastrearon Mercamadrid en busca de una patata que se friese bien, de la que hubiese disponibilidad abundante y que aguantase el tiempo del envío a domicilio. “Probamos 13 variedades de patata durante tres meses y al final dimos con una que es una bendición, pero cuyo nombre no debo revelar”, dice Figueira. Pide a los cocineros que nos traigan una ración de patatas. Cuando llega, prueba una. Le parece que está blanda. Se acerca a los cocineros y les solicita otras, fritas a fuego más alto. Al probar la segunda tanda, queda satisfecho: “Ya. Todo en su santo lugar”.

Geray Mena

En La Tasquita, Juanjo López solo sirve patatas fritas con sus albóndigas, y las pone cuadradas, no en bastón. Explica lo natural: que a un restaurante de altura como el suyo la gente no acude en busca de patatas fritas, aunque comenta que a veces hace las clásicas, las alargadas, si algún cliente tiene el capricho. “Las he puesto, por ejemplo, con huevos fritos y caviar”. Para él, no habría que incluir siquiera el caviar para considerar esto un plato de lujo. “Los huevos fritos con patatas fritas son uno de esos grandes maridajes de la cocina, una pareja perfecta, como la angula sobre pera caramelizada”, juzga López, recién llegado de un encuentro gastronómico en Estambul, donde tuvo ocasión de probar una fabulosa mousse de garbanzos con cordero. Allí escuchó a Andoni Luis Aduriz una frase que tiene que ver con la trascendencia que López concede a la patata frita: “El sexto sabor es el sabor de las historias”, dijo el chef filósofo de Mugaritz. Para López es la patata frita, historia de su vida, un elemento familiar desde que era niño, su padre gobernaba el restaurante y en casa eran plato recurrente los huevos con patatas fritas “y, si era día de fiesta, con un poco de jamón serrano”. Y considera que también son historia de España, un patrimonio que se está descuidando “entre otras cosas por papanatismo”. “Tenemos que volver a abrazar lo nuestro”, defiende. Abracemos a las patatas fritas, por supuesto, abracémoslas.

Juanjo López, chef de La Tasquita de Enfrente, nos preparó unas patatas fritas. Las cortó en bastones iguales, para que no se cocinasen unas más que otras. Las frió en dos tiempos. Quedaron suculentas: crocantes por fuera, hechas por dentro.
Juanjo López, chef de La Tasquita de Enfrente, nos preparó unas patatas fritas. Las cortó en bastones iguales, para que no se cocinasen unas más que otras. Las frió en dos tiempos. Quedaron suculentas: crocantes por fuera, hechas por dentro.Geray Mena

Él admite que, hechas con el mimo que se merecen, podrían estar en el menú de un restaurante de élite. “La patata frita es algo que parece que es menos pero no puede ser más”, dice. El belga Etienne Bastaits piensa que permanece la visión de la patata frita como “una guarnición un poquito basta”. Él, al contrario, cree que “puede ser un verdadero placer”. En su restaurante de Madrid, la servía sola, espolvoreada con unas cuantas escamas de sal marina. Dani García señala que el giro vanguardista de la gastronomía contemporánea dislocó la existencia de la buena patata frita. “Antes se servía en los mejores sitios, como acompañamiento, pero desde hace dos décadas, desde la revolución de Adrià, la cocina está en otro rollo, todo se ha movido radicalmente hacia lo conceptual. Pero no descarto que en un restaurante de lujo se vuelvan a servir patatas fritas”.

—¿Cree que tendría sentido poner en un plato tres patatas fritas inmejorablemente hechas?

—Tendría sentido —responde, y completa con una sonrisa—, pero depende de los huevos del cocinero.

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