En cola

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Hace un año empezaron a caerse cosas, al principio sin gran estrépito: un homenaje en Málaga, una cita con una amiga previsora, la inauguración protocolaria de Arco. El viaje se canceló por falta de homenajeado; mi cita tuvo lugar, ya con gel en las manos; y en un autobús municipal fui, un día después de abrirse, a la feria de arte, cuyo país invitado, Italia, era mal visto sanitariamente aquel 27 de febrero, lo que no impedía mirar de soslayo a los stands de las galerías italianas ni, a los más valientes, visitarlas. El primer desconsuelo personal fue el anuncio de que el 19 de marzo no podría presentarse en la sede del Instituto Cervantes el libro póstumo de Jaime Salinas, acto que hoy, en el segundo año de la era covid, quizá habría sido denunciado por nuestros vigilantes de la moral, ya que el gran editor documenta en sus cartas un ménage à trois internacional. El segundo desconsuelo también ocurrió en marzo. La Filmoteca Española daba un completo ciclo de Agnès Varda, y yo tenía entrada para ver un programa suyo que desconocía; al llegar al cine Doré me encontré con las primeras restricciones a la movilidad: los asientos había que espaciarlos, y eso suponía una cola previa. Soy, desde que viví un tiempo en el Reino Unido, un rebelde a la sumisión de las colas, que allí son más un acto social que una costumbre cívica; con gran fastidio me fui sin Varda. El dios de la impaciencia me castigó: a los 15 días me vi pidiendo la vez en la charcutería, para acceder al metro, y hasta en el ascensor de mi casa. La cola como programa de vida. Después vino la magnitud de la espera en la enfermedad; los turnos de la muerte. Así que se me han bajado los humos, y ahora estoy suspirando por ir, en fila india, a la vacunación.


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