En Moldavia, los vecinos atienden como pueden a los miles de refugiados ucranios en espera de ayuda internacional

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El destino ha obligado a Moldexpo, el recinto de la feria de Moldavia, a vivir varias vidas en los últimos meses. Igual que a los habitantes de la ciudad donde se ubica, Chisináu, la capital del tercer país más pobre de Europa, después de Ucrania y Armenia. El recinto ferial se transformó con la pandemia de lugar de ocio y negocios en centro sanitario para acoger a los enfermos de covid-19 y es ahora el alojamiento improvisado de medio millar de refugiados procedentes de Ucrania. Las autoridades de Chisináu han puesto a disposición de las organizaciones locales diversos espacios como este para la acogida de los más de 100.000 refugiados que han ido cruzando por aquí desde el 24 de febrero en que comenzó la invasión de Ucrania por parte de Rusia. Una cifra que aumenta por miles cada día. Por los nueve puntos de entrada funcionales entre ambos países llegan en vehículos y a pie mujeres con niños, cargados con sus maletas y acompañados por sus mascotas. Un triste desfile.

La crisis de desplazados ha sido contestada con una avalancha de solidaridad, los vecinos donan comida y ropa, lo que pueden o tienen; diversas empresas han suministrado las duchas, camas e incluso tiques con 200 leus (10 euros) para gastar en comercios de la ciudad, donde recalan la mayoría de los desplazados que permanecen en el país y no siguen su camino hacia la Unión Europea. Pero los voluntarios sobre los que recae la provisión de esta ayuda y cobijo se confiesan sobrepasados.

Artem Matukhno, de 34 años, llegó a Moldavia desde Odesa justo antes de que el presidente Zelenski declarase la ley marcial en Ucrania, que prohíbe abandonar el país a los hombres de entre 18 y 60. “Trabajaba en marketing en redes sociales. Hace una semana, cogí a mi familia, mi mujer, mi hermano y mi madre, y me vine con unos allegados”, relata. Hoy es uno de los 200 voluntarios, la mayoría jóvenes de ONG moldavas, que se turnan en Moldexpo para ayudar a los que no tienen más remedio que alojarse en el improvisado refugio.

Una de las primeras organizaciones internacionales en aterrizar en la zona, además de la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur) o Cruz Roja, con presencia previa, ha sido Acción contra el Hambre España, especializada en emergencias humanitarias. Su equipo partió desde Madrid el pasado dos de marzo. Poco se sabía en ese momento de lo que estaba sucediendo en esta esquina de la frontera ucraniana y antes de solicitar fondos a los donantes y enviar cualquier ayuda, necesitaban comprobar en terreno cuáles eran las necesidades de los refugiados y quienes les atienden. Pusieron en marcha el despliegue de emergencias. “Va a ser difícil que este tipo de apoyo, con voluntarios y sin recursos suficientes, se sostenga y mantenga en el tiempo que dure la crisis”, sostiene Noelia Monge Vega, la responsable de este grupo, al que acompañamos en su misión exploratoria, visto el panorama que se han encontrado.

“Nos hace falta conocimiento y formación. No sabemos cómo hacer esto”, confiesa Russu Roman, periodista freelance de 30 años, nacido en Ucrania pero residente en Moldavia. Él es uno de los coordinadores del espacio que varias organizaciones de ucranianos en la diáspora han bautizado como Centro de Tránsito de Refugiados en Chisináu: un local comercial cedido que, con unos colchones sobre palés, es hoy el cobijo temporal de 25 refugiados y ha llegado a albergar 400.

“No somos expertos en emergencias”, comenta en esa misma línea desde Constanza (Rumanía) Narcisa Alexe, de la organización Novapolis, por videollamada. Su relato confirma lo desesperado de la situación en cada metro de frontera. Su rostro refleja cansancio. La entidad a la que pertenece defiende los derechos de los refugiados, pero no es especialista en atención de crisis. Casi nadie lo es aquí. Sin embargo, ella va y viene sin pausa desde Constanza a la ciudad fronteriza de Tulcea, uno de los puntos de entrada a Rumanía, “desde el principio”.

Corrobora que la Cruz Roja y la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) sí están presentes y bien activas. Pero la asistencia ante el creciente número de personas es todavía desorganizada y los refugiados no saben en muchos casos dónde tienen que acudir para registrarse y solicitar servicios. “Las compañías de telefonía están dando tarjetas SIM, pero no hay un sitio específico identificado donde recogerlas. Está todo mezclado”, explica mientras se disculpa por su inglés incoherente después de una noche demasiado corta para descansar. “Los voluntarios son insuficientes”, lamenta. “Y la gente necesita comprar comida, gasolina. Faltan productos para niños pequeños”.

En Palanca, punto de entrada al sur de Moldavia, una carpa (también gestionada por voluntarios) los recibe con bocadillos y té caliente apenas a 100 metros de la frontera. Está abarrotada pues es el único techo que resguarda del frío paralizante. Fuera de las lonas, cientos de personas aguardan envueltos en mantas, los labios agrietados y los ojos hinchados de llanto, un transporte. La mayoría se dirige a la Chisináu, a unas dos horas en coche, bien para hospedarse con amigos o continuar hacia Rumanía u otros destinos en Europa. No saben cuándo ni cómo.

Los anuncios de envío de suministros y personal se multiplican ante la magnitud del éxodo, pero aquí todavía nadie los ha visto

Durante la tarde hay un pico de llegadas, sostiene Anatol Malancea, un empresario moldavo, que se ha volcado con la acogida. Los que llegan en la noche o necesitan dormir después de haber hecho el último tramo en Ucrania a pie son llevados a unas tiendas gestionadas por el Gobierno a unos cinco minutos en autobús en una explanada de barro con apenas unos árboles desnudos en el horizonte.

Algunos logos en los vehículos revelan la presencia de Acnur y otras ONG. Unos brindan transporte, otros estudian la situación para evaluar cómo ayudar adecuadamente, como Acción contra el Hambre. Los anuncios de envío de suministros y personal se multiplican ante la magnitud del éxodo, pero aquí todavía nadie los ha visto. Naciones Unidas, por su parte, ha lanzado un llamamiento de ayuda de 1.700 millones de dólares (unos 1.500 millones de euros) para una primera respuesta humanitaria. No han pasado ni dos semanas desde que comenzó el conflicto y la crisis de desplazados se intensifica por minutos. Hasta el 5 de marzo, más de 1,3 millones de personas habían abandonado Ucrania. La proyección es que esa cifra se cuadruplique para julio.

Así se movilizan las ONG

“Esto es solo el principio”, reflexionaba Monge mientras consultaba las cifras, contestaba correos, mensajes en el móvil y charlaba con su compañera Janire Zulaika, en el aeropuerto de Madrid antes de embarcar hacia Rumanía el 2 de marzo. Más tarde se les unirán Catherine Darriulet, la experta en agua, saneamiento e higiene, y Víctor Saiapin, para organizar la logística de la visita. Su misión: primera evaluación de la situación y de las necesidades de los refugiados en la frontera de Moldavia con Ucrania.

Entrada desde Ucrania a Moldavia por el punto fronterizo de Palanca. La llegada de refugiados es incesante.
Entrada desde Ucrania a Moldavia por el punto fronterizo de Palanca. La llegada de refugiados es incesante.Gonzalo Hohr (ACH)

La información que obtengan servirá para activar el convenio de emergencia con la Agencia Española de Cooperación al Desarrollo o solicitar recursos de la Unión Europea. Lo que en la práctica significa que los donantes les desembolsen fondos para cubrir las necesidades insatisfechas de los refugiados, en su caso, en las fronteras de Rumanía y Moldavia con Ucrania. Monge no esperará a su regreso a Madrid para redactar la petición, como tenía previsto. “Es urgente comenzar el proceso cuanto antes”, afirma. En una semana, deberían estar implementando las soluciones que ahora decidan.

“A los niños les dan comida y galletas. Y hay pañales”, explica Irina K. de 38 años, alojada con su bebé de un año y su marido (originario de Azerbaiyán) en Moldexpo. “Pero no hay alimentos suficientes para los adultos”, recalca con los ojos humedecidos. A falta de una cocina, los únicos platos calientes son los que envían algunos restaurantes; el resto, se consume directamente de las latas que han donado comercios y particulares.

Tampoco hay en el lugar bastantes retretes ―12 para 500― ni agua potable de grifo. “Les dan botellas. Ahora tienen, pero se acabarán”, expone preocupada Darriulet mientras pasea por el centro libreta en mano. Los niños corretean alrededor. La algarabía se mezcla con miradas perdidas en pensamientos oscuros. La privacidad tampoco está garantizada: las puertas de los cubículos son mantas y telas multicolores, hombres y mujeres de distintas familias comparten las escasas duchas. Al cansancio de la huida se le suma la precariedad e incertidumbre.

La situación empeora drásticamente de un día para otro. El recrudecimiento de los ataques en Odesa y el asedio de Kiev vaticinan una intensificación de la salida de ucranianos hacia los países limítrofes. La presidenta de la República de Moldavia, Maia Sandu, solicitó este jueves oficialmente el ingreso del país en la Unión Europea, siguiendo el ejemplo de Ucrania y Georgia, otros dos Estados con tropas rusas estacionadas en su territorio, y lo hizo, según informó EFE, después de que el Ejecutivo francés advirtiera de que este país de 2,6 millones de habitantes podría ser, junto a Georgia, el próximo objetivo militar ruso.

Después de reunirse con los gobiernos rumano y polaco, el alto comisionado de la ONU para los refugiados, Filippo Grandi, decidió ayer visitar precisamente la frontera sur en Moldavia. “Hoy, en Palanca, vi a miles y miles de personas cruzando la frontera de Ucrania con Moldavia. Miles de historias de separación, angustia y pérdida. Un día difícil, pero mucho respeto por los funcionarios y ciudadanos moldavos que ayudan a los refugiados”, escribió en su cuenta de Twitter.

“Es fundamental que nos coordinemos con otros actores para no estar todos en los mismos pueblos ayudando a la misma gente”, subraya Monge. “Y si estamos varios en un sitio, que realicemos al menos intervenciones complementarias”. Las letrinas de emergencia ―un agujero en el barro delimitado con paneles de aglomerado― en el campamento de Palanca no son apropiadas, la buena nutrición no está garantizada en general y tampoco la sostenibilidad de la ayuda si depende de pequeñas entidades con recursos limitados y escasos conocimientos de gestión. El apoyo psicológico de emergencia es ya urgente.

Y nuevas demandas emergerán. Ahora muchos son los que solicitan ropa limpia y seca, explica Roman, pero cuando pase el frío “pedirán otro tipo de prendas más apropiadas para otro clima”, prevé. Muchos seguirán su camino a Europa, la mayoría buscarán apoyo de familiares y amigos en la diáspora. Pero ningún indicio hay, de momento, de que un regreso inminente sea posible como algunos sueñan. “Tenemos que pensar en cuáles son nuestros siguientes pasos”, planea el voluntario de Centro de Tránsito en Chisináu. Lo primero, intentar contratar a gente que ahora está compaginando sus profesiones con la solidaridad. “Un proceso en el que Acción contra el Hambre podría ayudarles”, anota Monge tras reunirse con el equipo.

Pese a las carencias y circunstancias, Sagrat, azerí de 51 años que llevaba tres décadas en Kiev, reparte agradecimientos por el trato que su familia está recibiendo en Moldexpo. “Ucrania era mi segunda casa. Ahora la tercera es Moldavia”. El matrimonio lleva cinco días en un cubículo con sus dos hijos, comparte ducha con cientos de desconocidos y no siempre comen caliente. Pero la ayuda que les han dado es lo que les hace tener esperanza en la humanidad y el futuro. De momento, solo les queda esperar a que les reubiquen en otro destino.

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