Es música: disfrútala, no hace falta que la entiendas

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Un estudiante de composición asistió a una interpretación de los conciertos para trompa de Mozart. Los conciertos para un instrumento solista y orquesta suelen aprovechar las posibilidades expresivas y la agilidad de ciertos instrumentos —­piano, violín, flauta, clarinete—, de modo que un concierto para trompa, un instrumento más lento y con un aura menos brillante que esos otros, es una especie de travesura; la manera en que Mozart hace correr a la trompa, le pide trinos y levedad y le asigna melodías que “no le corresponden” hizo reír al estudiante, que acababa de pasar un semestre estudiando las técnicas compositivas de Mozart y Haydn, mientras los engolados asistentes que lo rodeaban lo miraban mal, preguntándose de qué se reía aquel joven irreverente. Pero para irreverente, Mozart, que en las respectivas partituras le indica a la trompa que toque lentamente (adagio) y a la orquesta que toque rápido (allegro), probablemente riéndose de la tendencia de las trompas a llegar tarde a las notas (debido a las características del instrumento en aquel momento de su desarrollo); además, en el manuscrito original de una de estas obras, todas escritas para un trompista amigo suyo, Mozart incluye una serie de anotaciones muy cómicas dándole ánimos, diciéndole que recupere energía durante los pasajes en los que la orquesta toca sola y burlándose de cómo se imagina que va a interpretar ciertas melodías con unas palabras que pueden leerse como comentarios sobre lo que está tocando en cada momento o sobre un encuentro sexual más bien ridículo: “Dios mío, qué rápido”, “Tómate un respiro”, “Bravo”, “¿Ya has terminado? Gracias a Dios”.

Jean Cocteau explica que, para los creadores, el juego puede ser origen de una belleza nueva, pero que en muchos casos el público rechaza este elemento lúdico, pues considera que el artista debe ser una persona solemne “con la cabeza entre las manos”.

Esta idea, que en el caso de los asistentes al concierto de Mozart les impide captar la dimensión cómica de la obra —que quizá sea su esencia—, en muchos otros casos funciona como algo disuasorio. Me refiero a la idea de que en la música lo fundamental es lo intelectual, cosa que es falsa, pero sobre todo es nociva. Los músicos de cualquier género o cultura estudian y aprenden con herramientas que son, en parte, intelectuales, desde luego, pero a la hora de hacer música —se trate de componer, interpretar o improvisar— dejan todo eso de lado. “Apréndelo todo y después olvídalo todo”, recomienda Charlie Parker. Y también: “No pienses. Deja de pensar”. Anton Webern, uno de los principales exponentes de la música dodecafónica, cuenta que el método que la genera fue un descubrimiento “instintivo”. Sin embargo, ambos músicos han sido criticados por intelectuales y su obra produce un gran rechazo en alguna gente que intenta “entenderla”. Estoy convencido de que, si se limitaran a escuchar y a abrirse a lo desconocido, muchos oyentes podrían ampliar tanto sus gustos como el registro de sus emociones y su visión del mundo.

En otras disciplinas encontramos numerosos creadores que defienden este mismo punto de vista. Paul Cézanne, por ejemplo, que con su concepción de la pintura allanó el camino del arte no figurativo y es el origen de todo un linaje de pintores “intelectuales”, lo explica de este modo: “Si una teoría me arrastra ahora contrariando la de la víspera, si pienso mientras pinto, si intervengo, todo se derrumba”.

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Pero no solo los artistas —esos irreverentes, al fin y al cabo— defienden este enfoque. Kant sostiene que las ideas estéticas se contraponen a las ideas de la razón, pues existen “sin concepto alguno”, y que hay dos clases de belleza: la belleza adherente, que presupone cómo debería ser el objeto y está condicionada por dicha presuposición, y la belleza libre, que no presupone nada sobre el objeto. La música, desde luego, es para él un ejemplo de belleza libre. Schopenhauer afirma que la experiencia estética es como una tempestad violenta que nos arrolla y que debemos dejarnos llevar sin oponer resistencia si queremos que sea plena. Nietzsche declara que en la música “algo jamás sentido aspira a exteriorizarse” y que el oyente puede entregarse a ella abandonando sus ideas e incluso su identidad, en una experiencia que llama “el olvido de sí”.

Los oyentes, por su parte, si creen que una música es demasiado intelectual, pueden sentirse intimidados o rechazarla con desdén, pero en ambos casos están permitiendo que una idea inadecuada se interponga entre sus oídos y la obra. Conviene tener presente que la palabra “estética” procede del griego aisthesis, que alude a la percepción sensorial. La experiencia estética se origina en los sentidos. Picasso dice que, ante una obra de arte, “ojalá pudiéramos quitarnos el cerebro y usar sólo los ojos”. Duke Ellington también lo expresa con claridad: “No creo que la gente tenga que saber de música para poder apreciarla o disfrutarla”.

Es un prejuicio que, en realidad, cumple una función muy conservadora: nos impide tener experiencias estéticas nuevas, manteniéndonos siempre en un terreno conocido, en el que sabemos lo que debemos pensar y sentir. Toda la música, incluida la más simple, tiene una dimensión intelectual: es resultado de un proceso de evolución muy complejo. Pero cuando estamos acostumbrados a su lenguaje, a sus características sonoras, lo intelectual no nos molesta nada. En cambio, cuando algo nos descoloca, nos sorprende intensamente, nos propone un viaje interior hacia lo desconocido, resulta muy cómodo rechazarlo argumentando que es demasiado intelectual. Deberíamos despojarnos de esa necesidad de controlarlo y entenderlo todo racionalmente para poder disfrutar de una escucha más libre y plena, con los oídos. Y luego, cuando ya nos hayamos acostumbrado al mundo sonoro que propone cada obra, quizá podamos tratar de centrarnos en otras cosas. Como dice Thelonious Monk, “si no puedes oírlo, no sirve para nada que te lo expliquen”. Debussy insiste con contundencia: “No hay teoría. Solo hay que escuchar. El placer es la ley”.

Una buena parte de la música que se tacha de intelectual busca deliberadamente colocar al oyente en una posición en la que lo intelectual no sirve: está diciendo que ha de escucharse con los oídos, abandonando el marco de referencia que el oyente conoce y con el que se siente seguro. Lo que la música suele pedirnos es una desconexión de lo intelectual, una permanencia en el plano de los sentidos y una escucha desprejuiciada, tres cosas que estamos acostumbrados a no dar. Una pequeña toma de conciencia, un leve cambio de actitud, puede permitir que nos acerquemos a muchas cosas que nos estamos perdiendo.

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