¿Es posible otra forma de hacer política?


La crispación hace mucho tiempo que acompaña a nuestra vida política. Ya en la última legislatura de Felipe González, el líder de Convergència i Unió, socio entonces del Gobierno socialista, acabó declarando en este periódico que el “espíritu de masacre, la demagogia, la falta de madurez democrática, la ausencia de sentido de Estado” (EL PAÍS, 3 de agosto de 1995) estaban íntimamente relacionados con las prisas de la oposición por llegar al poder. Años después, y con Rodríguez Zapatero presidiendo un Gobierno que estaba cercano a poner punto y final a ETA, el entonces líder de la oposición acusó al presidente socialista de “traicionar a los muertos”. Era un traidor a los ojos del principal partido de la oposición. En la actualidad, en medio de una crisis sanitaria histórica y cuando una abrumadora mayoría social demanda grandes acuerdos, los principales partidos del Gobierno y de la oposición se encuentran en las antípodas, llevando el debate político a un exceso de decibelios. Este tipo de atmósfera puede tener un coste enorme para cualquier democracia, puesto que es un excelente caldo de cultivo para la desafección y el alejamiento ciudadano de la política. No es extraño que la clase política se encuentre tan mal valorada por la opinión pública. Por ello, son muchos los que nos preguntamos: ¿es posible otra forma de hacer política?

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