Como un eco, el grito del descontento popular se reproduce desde hace años con características similares en distintos lugares de Europa occidental.
En junio de 2016, los ciudadanos británicos aprobaron en referéndum la salida del Reino Unido de la Unión Europea con un 51,9% de votos a favor. La tasa de participación fue del 72%.
En marzo de 2018, la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas (M5S) recibieron un 50% de los votos de los ciudadanos italianos en las elecciones legislativas. Acudió a las urnas un 73% del electorado. Con ese respaldo, ambos partidos conformarían después una coalición de Gobierno.
El pasado 10 de abril, un 52% de los votantes franceses optó por Le Pen, Zemmour o Mélenchon en la primera ronda de las presidenciales. El dato de afluencia fue del 73%.
Se trata de citas electorales con características diferentes, y diversos son los rasgos definitorios de sus protagonistas y de los países en cuestión. Por credenciales democráticas y planteamientos políticos, Mélenchon representa un universo en las antípodas con respecto a Zemmour, así como el M5S se halla en muchos sentidos a años luz de la Liga. Es absurdo todo intento de equiparación o equidistancia. Asimismo, en sumas de votos tan amplias inevitablemente convergen motivaciones de distinta índole. Pero sería miope o ingenuo pararse ahí, no ver que, además del notable parecido de las cifras, hay un poderoso denominador común.
Este no es otro que el descontento social, un malestar de las clases populares que se expresa en forma de enmienda total al sistema en una importante parte de Europa occidental. Es un rugido en contra del status quo. Un grito de disconformidad emitido sustancialmente por las clases desfavorecidas por la globalización, desamparadas por servicios públicos sobrecargados, indignadas por la desigualdad en la distribución de riqueza y renta, agobiadas por un presente o unas perspectivas de precariedad. Un lamento que se traduce en votos para candidatos que, con distintos enfoques ―algunos desde recetas identitarias y nacionalistas, otros desde fuertes programas de apoyo social―, prometen otro nivel de protección a los ciudadanos y límites al capitalismo. Candidatos que, en definitiva, cuestionan a fondo un orden establecido que para muchos no funciona.
El sistema contra el que se dirige esa ira es el construido, a escalas nacionales y comunitaria, por las familias conservadoras, socialdemócratas y liberales desde el fin de la guerra mundial. Proyectos políticos diferentes, pero reconducibles a un consenso de fondo, al que se ha sumado más recientemente la familia verde. Las tres votaciones en cuestión hablan, en definitiva, de mayorías que se oponen a ese consenso.
En el Reino Unido, la ciudadanía votó por una opción de ruptura radical en contra de lo que recomendaba todo el establishment, desde los principales partidos políticos hasta las patronales y los sindicatos.
En Italia, fueron aupadas al Gobierno dos formaciones con planteamientos muy heterodoxos con respecto al consenso de las grandes familias políticas europeas tradicionales.
En Francia, Marine Le Pen, que disputará a Macron la presidencia de la república este domingo en la segunda vuelta de las presidenciales, ha moderado con el tiempo algunas de sus propuestas más rupturistas, pero conviene no confundirse sobre el vigente radicalismo de sus ideas. Entre muchos ejemplos posibles, un recordatorio: en su programa, afirma que desde la presidencia francesa impulsaría la “creación de una Alianza Europea de Naciones con vocación de sustituir progresivamente a la Unión Europea”. Ya no pide la salida de Francia de la Zona Euro, pero mantiene una mirada política que es una enmienda a la totalidad, fundamentada en un rechazo rotundo a la globalización y la apuesta por el Estado como gran protector social.
Desde una ideología en muchos sentidos diferente, Jean-Luc Mélenchon también manifiesta un rotundo rechazo al actual planteamiento de la UE, a la globalización, al funcionamiento de los mercados. En el punto 19 de su manifiesto programático proponía desguazar los tratados europeos, reafirmar la soberanía presupuestaria de los Estados, prometía desobedecer a toda norma europea que entorpeciera la actuación de su programa. Como Le Pen, planteaba retirar a Francia del mando integrado de la OTAN, e incluso, después, del conjunto de la Alianza (ella aboga por reanudar la relación con Putin después de la guerra). En política interna, el rupturismo de Mélenchon se ve bien encarnado por la propuesta de una asamblea constituyente, la instauración de un sistema parlamentario, cambio de ley electoral y otras reformas estructurales. Su rupturismo con el sistema se detecta perfectamente en su rechazo a pedir el voto para Macron, considerado como portabandera de un modelo que hay que desactivar.
Zemmour, por su parte, encarna un grado de extremismo ultraderechista probablemente insuperado en Europa y la negación absoluta de los valores fundacionales de las comunidades políticas europeas actuales.
Si se suman los resultados de otros candidatos minoritarios con planteamientos alejados del ‘consenso europeo’ -como el comunista Roussel o el derechista Dupont-Aignan-, puede considerarse que 6 de cada 10 votos han sido una gran enmienda a ese consenso. Se trata de unos 10 puntos porcentuales más que en la primera ronda de 2017.
¿Quiénes son los ciudadanos que han emitido ese polifónico y rotundo ‘no’ en esas tres elecciones? Hay estudios que ayudan a trazar un cuadro en el que, también, aparece un común denominador (véanse, por ejemplo, los trabajos de Amory Gethin, Clara Martínez-Toledano y Thomas Piketty en la materia). Aparece retratada en ellos una tendencia por la que los segmentos más cultivados de las sociedades occidentales tienden a votar especialmente para socialdemócratas y verdes; los segmentos con mayor renta, por los conservadores; y los segmentos bajos de ambos vectores -educación y capital- son el principal caladero de pesca de propuestas políticas rupturistas de distinta índole.
Son muchos los ejes que influyen: urbes/periferia, jóvenes/mayores, género, procedencia, religión. Pero posiblemente sea esa, el arriba/abajo, la gran discriminante de fondo: se mantienen en el consenso de las últimas décadas, sustancialmente, aquellos que se sitúan en la parte alta de la escala educativa y de renta -los ganadores- y se salen de él los condenados a la parte baja, que tienen ganas de levantar el dedo medio, que sienten la seducción de las rentas mínimas del M5S, del proteccionismo social-nacionalista de Le Pen o Salvini, del retomar el control brexitero o del enorme Estado-cuidador que plantea Mélenchon, que proponía una subida de la recaudación fiscal anual de 267.000 millones de euros en un país que ya recolecta cada año lo equivalente al 52,8% del PIB (y tiene un gasto público del 59%, datos de 2021).
Tras la nefasta gestión de la crisis estallada en 2008, con la austeridad impuesta por Alemania que infligió graves e injustas heridas en la parte más frágil de la población, el consenso dominante se ha resituado -con un decidido cambio de actitud de Berlín- en un terreno más atento a este grito que surge de las entrañas de las sociedades de Europa occidental. Los programas nacionales de apoyo al empleo y para paliar las facturas energéticas, los fondos europeos, la acción del BCE se han alineado en la dirección correcta esta vez. Las fuerzas socialdemócratas, ahora en el poder en Alemania, España, Portugal y países escandinavos empujan especialmente en esa senda. Pero lo hecho no basta.
La inflación galopa y corroe el poder adquisitivo. La historia enseña que es un demonio terrible. El FMI prevé que se atenuará para el año que viene, pero incluso si es así mucho daño puede hacer hasta entonces. Los efectos adversos de la guerra de Rusia contra Ucrania y de las necesarias sanciones solo acaban de empezar a notarse.
Un Eurobarómetro recién publicado y con encuestas llevadas a cabo en enero y febrero ofrece datos interesantes, e inquietantes. Una mayoría de los encuestados considera que sus países van bastante o muy mal. En el caso de Italia, España o Francia esa cuota supera los dos tercios. La subida de precios era ya entonces, antes del acelerón de marzo, el asunto que más inquietaba. La confianza en los partidos se halla en un nivel deplorable, algo muy peligroso para las democracias, y el proteccionismo tiene niveles igualados de sostenedores y detractores.
El Eurobarómetro también contiene datos más positivos, como una mayoritaria confianza en la UE, y subraya las claras diferencias internas, con grados de malestar y descreimiento muy inferiores en países como Alemania, Países Bajos o los escandinavos. Datos similares a los recogidos en una encuesta publicada por el Pew Center en octubre, en el que se apuntaba a un altísimo nivel de insatisfacción democrática en Italia, Francia, España o Grecia pero no así en otros países europeos. Aun así, nadie debería confiarse.
Es sin duda necesario un nuevo gran esfuerzo coordinado europeo -parecido a la respuesta a la pandemia- para sobreponerse a estas nuevas dificultades vinculadas ahora al contexto geopolítico. Pero también lo es una más profunda reelaboración estructural independiente de ellas, que atenúe las aristas más hirientes de la desigualdad, de una globalización con rasgos feroces, que pone a muchos en dificultad, y a más en la indignación de ver los beneficios obscenos de las elites. La codicia, ese vicio perverso por el que cuanto más se come más hambre se tiene, es un virus potencialmente letal para las democracias capitalistas, incluso en sus versiones templadas de inspiración social como las europeas continentales.
Los sondeos apuntan a que Emmanuel Macron vencerá a Marine Le Pen en la segunda vuelta de las presidenciales de Francia. Incluso si esa previsión se confirma, convendrá no subestimar el sentido de esa ola que crece desde el 17,7% cosechado por Jean Marie Le Pen en 2002, al 33,9% de Marine en 2017 al resultado con toda probabilidad muy superior que logrará hoy. Convendrá no desatender ese grito de rechazo que retumba en varios rincones de Europa. Quienes se benefician del sistema deben entender que, si no es por convicciones morales, tienen un interés pragmático y egoísta en que la justicia social y la igualdad de oportunidades avancen y mucho. De no entenderlo y aplicarlo de forma consecuente, algún día podrían despertarse con una Le Pen respondiendo con sus recetas lamentablemente equivocadas a inquietudes populares legítimas.
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