La vida en Teruel después del carbón


El último día de vida de la central, Hilario Monviela y Antonio Planas, dos hombretones recios de piel curtida, se abrazaron y lloraron. Incluso hoy cuando lo cuentan se les encharcan un poco los ojos. Son dos de los últimos trabajadores de la central térmica de Andorra, un pueblo turolense que ha vivido por y para el carbón. Primero con las minas, que cerraron hace años. Y desde los 80, con esta central que se apagó en junio de 2020. En esos 40 años consumió 143 toneladas de carbón y acogió a generaciones de padres a hijos que encontraban en este complejo una especie de tradición familiar. “Eran esos tiempos en los que te metías en una gran empresa y parecía que tenías la vida solucionada”, resume Monviela. Esa empresa era Endesa y la historia de este pueblo no se entiende sin la llegada de la compañía eléctrica.

Fotogalería

Cuando el mes que viene se produzca la demolición de las tres inmensas torres de refrigeración de la central se escribirá una página más, la más simbólica y grandilocuente, de la historia de una industria que casi todos los habitantes de Andorra llevan en la sangre. La mina y el carbón no solo es algo que les daba de comer, que dibujó (y a veces destrozó) su paisaje y permitió que la localidad doblara su población y su extensión, también marcó su carácter, sus tradiciones y sus relaciones personales. “Hemos visto perder la vida a muchos compañeros y la vida de un compañero no vale todo el oro del mundo”, resume Monviela. “El sentimiento minero en este pueblo siempre estará, pero por ejemplo Santa Bárbara (patrona de este oficio) cada vez se celebra menos, cuando nosotros éramos jóvenes era fiesta gorda”, apunta Planas.

Antonio Planas e Hilario Monviela, extrabajadores de la central térmica de Andorra, actualmente jubilados y aficionados del Andorra C.F.

DAVID EXPÓSITO

Hoy lo cuentan ya retirados, con una cerveza en la mano mientras ven el derbi que disputa el equipo de su pueblo contra el de Alcañiz, el eterno rival. Del centenar de trabajadores que quedaba en la fábrica muchos se prejubilaron y otros tantos fueron recolocados en otras sedes de Endesa por todo el territorio nacional. Solo tres fueron contratados por la filial de energías renovables que la empresa estableció en Teruel. Cuando se echa un vistazo a estas gradas algo desvencijadas lo que se ve en realidad es a toda una plantilla que en algún momento ha trabajado en la mina o ha quemado su carbón.

La caída de las torres será un paso simbólico en la larga despedida de este pueblo del carbón, pero no el último. En febrero de 2021, Endesa comenzó los trabajos de desmantelamiento. Una obra tremendamente compleja que no se prevé que termine por completo hasta 2024. En este proceso de desmenuzar las instalaciones que han supuesto el fuelle de Andorra intervienen 140 trabajadores, de los que un 80% provienen de la comarca, algo a lo que la empresa se comprometió para mitigar al menos un tiempo más el golpe del fin de su actividad.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.

Suscríbete

Endesa tomó la decisión en 2018, aunque ya se venía rumiando desde mucho antes. Con los nuevos parámetros medioambientales exigidos por la Unión Europea y el plan estratégico del Ministerio para la Transición Ecológica para conseguir un sistema totalmente descarbonizado había dos opciones: hacer una ingente inversión para adaptarse a los nuevos estándares y aguantar unos años más o cerrar. Se optó por la segunda. En el último cambio de turno, familiares y amigos acudieron a la salida para aplaudir y abrazar a los trabajadores. Ya al final de su existencia, como si la central estuviera en paliativos, solo una de las torres emanaba vapor.

Autobuses desde Andalucía

Esta comarca empezó a teñirse de negro carbón en los años 50 y 60, con la apertura de las minas. Las últimas cerraron a mediados de los 2000. En los primeros tiempos, dependían de la empresa nacional Calvo Sotelo, cuyos activos adquirió Endesa en los setenta. En esos primeros años, había tanto trabajo que la gente de la zona no alcanzaba para llenar todas las vacantes. Así que se pusieron en marcha expediciones al sur de España en busca de mineros. “Con los años, algunos volvieron a sus lugares de origen, otros murieron por problemas con el alcohol o por la inhalación de sustancias tóxicas pero muchos se establecieron aquí y se quedaron, por eso hay tanto andaluz”, explica Nacho Blasco, antiguo trabajador de la térmica que participa ahora en el desmantelamiento y que después será recolocado en la filial de renovables. Fue en 1981 cuando se puso en marcha a pleno rendimiento la central térmica, que quemaba un 80% de carbón nacional y el resto procedía de exportaciones. El 40% del producto interior bruto de Teruel dependía de esta térmica hasta su cierre. En sus mejores tiempos llegó a tener hasta 2.000 trabajadores.

Hay que asomarse al pueblo desde el mirador para entender la magnitud de lo que supuso el carbón para esta localidad. Blasco indica con el dedo. “¿Ves esas casas con tejados más empinados, entre los árboles? Esas eran las de los jefes”, comienza. Después señala varias promociones de bloques de pisos en dos puntos diferentes: “Esas eran los lacasitos, para empleados de rango intermedio, las llamaron así porque cada finca la hicieron de un color; amarillo, azul… Era bastante horrible y el Ayuntamiento les obligó a hacerlas todas en tonos neutros”. Desde lo alto también se ven las hileras de casitas bajas que componían el poblado minero y en las que se instalaron los primeros obreros. En el centro del pueblo, una escultura forjada en hierro que representa los oficios más característicos de la zona: el minero y el labrador.

Vista del centro de Andorra.

DAVID EXPÓSITO

Pero la huella de esta industria va mucho más allá de lo que alcanzan los ojos. Además de la construcción de casas para su plantilla, la Calvo Sotelo y después Endesa también fueron impulsoras de instalaciones deportivas, clubs de empleados, piscinas, escuelas de aprendices, colegios para los hijos de los empleados… Los trabajadores de la mina y la central gozaron de becas para que sus hijos pudieran estudiar. Muchos de esos hijos, hoy formados en ingenierías, han emigrado del pueblo. De los cinco vástagos que suman entre los dos Emilio y Antonio, los compañeros que lloraron el último día de la central, cuatro ya no viven en el pueblo.

Gustavo Mañas es otro de los que ahora vive en el pueblo a medias. Fue uno de los trabajadores recolocado en otra sede, en su caso en Cataluña. Desde hace un año y medio vive entre Lleida y Andorra, donde vuelve cada fin de semana. El primer año, dejó a su hija con los abuelos en su pueblo, pero cuando comenzó el nuevo curso, la inscribió en un nuevo colegio. Es domingo por la tarde y sale de su casa con la maleta para ir a buscar a su niña y emprender el camino. Él vive en una de esas casitas bajas, con tejas rojas que formaban el poblado minero y que heredó de sus padres.

Muchas huellas

Lo que menciona el trabajador Nacho Blasco sobre el alcoholismo es otra de las huellas del crecimiento industrial desmedido. En Andorra hay un centro especializado de desintoxicación, que comenzó su andadura en los ochenta, en los servicios médicos de la térmica y que después contó con sede propia en un local cedido también por la compañía eléctrica. Según resume el centro de estudios locales sobre esta asociación, “con una población tan numerosa todavía no bien asentada, dinero fácil en el bolsillo, y los centros tradicionales de ocio desbordados, comenzaron a proliferar los bares, donde acudió toda la juventud en sus ratos libres. Al poco tiempo empezaron a aparecer un número importante de personas con problemas de alcoholismo como no se había visto con anterioridad en la localidad”.

Toda esta historia se refleja claramente en el padrón del pueblo. Entre 1950 y 1960, cuando se pusieron en funcionamiento las minas, el censo pasó de 4.485 habitantes a casi el doble, con 7.795 empadronados. La apertura de la térmica marcó otro hito, porque lo localidad superó la barrera de los 8.000 habitantes por primera vez. Pero ahora, con el desmantelamiento de su industria y pocas opciones de futuro claras en el horizonte, la sangría ya ha empezado. En la última década, Andorra ha perdido el 12% de su población. Ha pasado de 8.324 en 2011, a 7.327 empadronados según el último censo.

De todos los habitantes que llegaron, como comentaba Blasco, muchos tenían acento andaluz. Tantos años después, algunos lo mantienen. Como Pedro Murillo. Sus padres fueron dos de los que en los sesenta se metieron en un autobús en Peñarroya (Córdoba) con destino Andorra. Su habla es una mezcla curiosa de cordobés y aragonés. “Antes la gente venía a trabajar a este pueblo y ahora, se va”, cuenta. Como muchos, él heredó el oficio paterno. Con 19 años empezó a trabajar en la mina, y luego pasó a la central, hasta que se jubiló el mismo año que cerraron las instalaciones. “La vida de jubilado está bien, todo el día andurreando por el monte, pero da pena porque cada vez ves menos gente en el bar o hay menos cola en las tiendas”, resume.

Gustavo Mañas, extrabajador de la central térmica que ha sido reubicado en Cataluña, a las puertas de su casa en Andorra.

DAVID EXPÓSITO

Una historia que también se puede comparar con la evolución del equipo de fútbol del pueblo. Patrocinado primero por Calvo Sotelo y después por Endesa, vivió momentos de gloria que aún se atisban en una sala de prensa hoy en desuso. En los ochenta y noventa, las gradas estaban repletas, disputaban ascensos a segunda división y ganaban trofeos. Conservan aún preciosos cuadernos con crónicas de los partidos escritas a mano por algún miembro del club con titulares como “El mejor equipo del campeonato y la mejor bofetada”. Pero todo eso se acabó en los 2000, cuando las minas cerraron y Endesa dejó de patrocinar el equipo. Aun así, el poso es tan profundo, que en una esquina del campo, los aficionados veinteañeros siguen celebrando el gol que acaba de marcar su equipo con un: “¡Que bote el Endesa!”.

Antonio Donoso es el presidente y, como casi todos en esta grada, también antiguo minero y trabajador de la central, hijo de extremeños llegados aquí por la industria naciente en los 60 que hoy llega a su fin. “Pasará un poco como en otros sitios mineros, se perderá algo la identidad, la memoria… Sé que mantener eso es caro pero creo que habría que tratar de conservarlo de alguna manera, como patrimonio”, señala cuando se le pregunta cómo se siente ante la próxima demolición de las torres de refrigeración. Mientras trata de no perder detalle de las jugadas de su equipo, aventura: “Este pueblo irá hacia otro modo de vida, pero aún no sabemos cuál va a ser”.

Los vecinos temen el avance de una transición que, por ahora, no están viendo. Hace una década se realizaron grandes inversiones en polígonos industriales y empresas relacionadas con la construcción para generar nuevos empleos en la zona cuando se acabara el carbón. Pero llegó la burbuja inmobiliaria y aquello no fructificó. Como muestra más paradigmática, una gigante cementera que murió antes siquiera de inaugurarse, permanece inmóvil justo al lado de la térmica. El pasado y el futuro que nunca llegó, frente a frente. Fue una inversión de la compañía mexicana Cemex y abandonó su construcción cuando estaba a un 70%, hace diez años. En este tiempo ni ha conseguido venderla ni se plantea ningún futuro para la cementera.

Un niño monta en bici delante de uno de los bloques de pisos que se levantaron durante el auge de la central térmica de Andorra.

DAVID EXPÓSITO

Hubo un intento por parte de la asociación cultural Rolde de Estudios Aragoneses para que el Gobierno de Aragón otorgase a la térmica algún tipo de protección que evitara su demolición total. Avalados por un informe de la especialista en patrimonio industrial y profesora de la Universidad de Zaragoza Pilar Biel Ibáñez, solicitaban que se conservara como un “ejemplo de ingeniería industrial”. La académica destaca que “para Aragón es el único testimonio completo que conserva de este tipo de instalaciones que tuvieron una importante repercusión tanto para su economía como para su sociedad, con especial incidencia en la turolense”. El Gobierno aragonés descartó esta posibilidad por la existencia de materiales tóxicos en la estructura como el amianto.

Andorra y otros pueblos de los alrededores sí conservan museos mineros y existen rutas por las antiguas explotaciones a cielo abierto. La identidad de la comarca se mantendrá viva en estas salas y antiguas estructuras que hoy visitan los turistas. Mientras buscan una nueva, esperan el estruendo con el que caerán las tres inmensas torres y que dejará después un gran silencio.

Contenido exclusivo para suscriptores

Lee sin límites


Source link