Las maletas de dinero se ponían sobre una mesa. Los narcos las llamaban chorizos porque eran bolsas deportivas negras y largas. Se compactaba con cinta un centenar de billetes de 100 dólares, para hacer bonches de 10.000 dólares, y después se retacaban en las mochilas. Los sobornos eran de más de un millón de dólares mensuales. Los lugartenientes del cartel de Sinaloa recogían a Genaro García Luna y a su mano derecha, Luis Cárdenas Palomino, en el estacionamiento de Perisur, un conocido centro comercial al sur de Ciudad de México.
Entonces, García Luna y Cárdenas Palomino eran dos treintañeros que se habían conocido mientras trabajaban de espías en el Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), la principal agencia de inteligencia civil del Gobierno de México. Nunca llegaron a la parte más alta del escalafón, pero al final su paciencia rindió frutos. En 2001, García Luna fue nombrado director de la Agencia Federal de Investigación (AFI), una nueva corporación creada durante la presidencia de Vicente Fox (2000-2006). Pero no se olvidó de su compadre. Cárdenas Palomino se convirtió en director general de Investigación Policial de la AFI ese mismo año.
García Luna tenía apenas 33 años, pero ya se sentaba en la mesa con los mayores, a veces con los miembros del Gabinete. Era muy tímido. Casi nunca decía nada ni daba su opinión. En cambio, una o dos veces al mes estacionaba su coche en Perisur. Los miembros del cartel pasaban por él en otro carro y lo llevaban a una casa de seguridad a la vuelta del centro comercial. Él y Arturo Beltrán Leyva, uno de los capos más temidos de México, se sentaban en el comedor o en la sala y hablaban por horas.
García Luna, nombrado secretario de Seguridad Pública por Felipe Calderón, el 30 de noviembre de 2006.Nelly Salas (Cuartoscuro)
Cuando estaban con él, era el Compa Genaro, pero a sus espaldas los narcos se burlaban de sus problemas de habla y lo llamaban El Tartamudo. Lo conocían bien. Sabían que le encantaban las motos. Le dieron una Harley Davidson edición limitada para ver si podían contactarlo. Quién diría. Beltrán Leyva y García Luna serían socios durante casi ocho años, hasta que al narco lo mataron a balazos. Las maletas se levantaban y se ponían sobre la mesa. Los capos abrían la cremallera. Los funcionarios revisaban el contenido. Cerraban el negocio y después, hablaban como viejos amigos.
Nunca antes fue tan evidente el vínculo entre las autoridades mexicanas y el narcotráfico. El juicio contra García Luna destapó los sobornos millonarios que aceitaron durante años la maquinaria del cartel de Sinaloa y que permitieron la aniquilación de sus rivales y su expansión hasta convertirse en una de las mayores fuerzas criminales del mundo. Los capos mataron, secuestraron, torturaron, se disfrazaron de policías y sembraron el terror en el país. Todo, con la colaboración de funcionarios en las esferas más altas del poder en México. Todo, mientras el Gobierno presumía de los resultados de la guerra para combatirlos.
Después de un mes de audiencias y el testimonio de 27 testigos, las dudas y las sospechas se convirtieron en verdades incontrovertibles a los ojos del sistema legal estadounidense. El veredicto fue unánime. García Luna fue declarado culpable el 21 de febrero en una corte de Nueva York de los cinco cargos en su contra: tres por tráfico de cocaína, uno por delincuencia organizada y otro por dar declaraciones falsas a las autoridades estadounidenses. Esta es la historia del juicio más importante que ha habido contra un alto cargo mexicano, del hundimiento del secretario de Seguridad Pública de Felipe Calderón (2006-2012), el antiguo zar antidrogas de México.
Felipe Calderón y García Luna, el 13 de junio de 2012, meses antes de que dejaran sus cargos.Iván Stephens (Cuartoscuro)
Confidente del expresidente Calderón, jefe policial todopoderoso, político ambicioso y temido. El ascenso meteórico de García Luna no se puede entender sin la guerra contra el narcotráfico. Tampoco su caída. El 23 de enero de 2023, tres años después de su arresto en Texas, el exsecretario se sentó finalmente en el banquillo de los acusados. Se vistió con un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata gris. La decisión de ir a juicio le daba un pronóstico muy poco favorable: tenía menos del 20% de probabilidades de ser absuelto, según las estadísticas del Pew Research Center. Casi tan importante como sostener su inocencia en la Corte, era que el público no lo viera con el uniforme de preso. Él estaba convencido de que podía defender su legado.
García Luna se veía más viejo que en las fotografías de archivo que retratan su paso por el Gobierno mexicano hace más de una década. Tenía otra vez el rostro endurecido, el ceño fruncido que lo ha caracterizado y el pelo más blanco de como se le recordaba. Pero también parecía meditabundo y solo. El mito sobre la importancia del acusado, alimentado por las altas expectativas en el arranque del juicio, chocaba con las imágenes del tribunal. El gran arquitecto de la guerra contra las drogas tomaba notas nervioso con un bolígrafo, se acomodaba los anteojos y se resignaba a mandar besos a su esposa, Cristina Pereyra, sentada a lo lejos. Era un policía desarmado.
“García Luna fue parte del cartel de Sinaloa, lo pusieron en su nómina y pese a eso se presentaba como un héroe”, aseguró el fiscal adjunto Philip Pilmar, tras apuntar al acusado con el dedo. Desde el primer día, el juicio se llenaría de escenas como estas. “Es como una película”, decían asombrados, una y otra vez, las decenas de reporteros mexicanos que se dieron cita en la corte. Hasta ese punto, el guion era impredecible y se anticipó que el proceso podía extenderse entre seis y ocho semanas. “Esto no es como una obra de Broadway, en la que se sabe de antemano qué va a pasar”, advirtió el juez Brian Cogan, el mismo que sentenció a Joaquín El Chapo Guzmán a cadena perpetua a mediados de 2019.
“Verán cómo su Gobierno abandona a uno de sus socios estratégicos y cómo el caso de la Fiscalía se basa en el testimonio de asesinos, secuestradores y narcotraficantes”, respondió César de Castro, el abogado principal de García Luna, en su primera oportunidad de dirigirse al jurado. La defensa se empeñó en mostrar fotografías del antiguo jefe de la Policía Federal con figuras como el expresidente Barack Obama y los excandidatos presidenciales Hillary Clinton y John McCain. No hubo una Administración que colaborara más de cerca con la Casa Blanca en temas de seguridad que la de Calderón. Había sido condecorado y elogiado por sus contrapartes estadounidenses, incluso apeló a ellos cuando quiso obtener la ciudadanía de ese país en 2019, pero nadie intercedió por él desde que salieron a la luz las acusaciones.
García Luna junto a la entonces secretaria de Estado de EE UU, Hillary Clinton, en Ciudad de México, el 26 de marzo de 2009. Moisés Pablo Nava (Cuartoscuro)
En la superficie, la película se apegaba a la narrativa de las últimas décadas. “Funcionarios corruptos se alinean con narcotraficantes”, se lee en un titular de un periódico texano de 1932, recuperado por el historiador británico Benjamin Smith, que ha estudiado más de un siglo de historia sobre el tráfico de drogas entre ambos países. Palabras como “corrupción” y “narcotráfico”, sostiene Smith en su libro The Dope [La Droga], se han convertido en atajos para descifrar la realidad y el impacto del crimen organizado en la frontera más dinámica del mundo. Pero se han usado tanto para alimentar titulares explosivos como para justificar políticas fallidas que han perdido significado.
En palabras de De Castro, estos “asesinos, secuestradores y narcotraficantes” serían los encargados de volver a poner frente al espejo de la violencia y el crimen a México, un país que creía haberlo visto y vivido todo. Violencia criminal es cuando acribillas a tu antiguo socio, cuando te torturan para poner a prueba tu lealtad, cuando disuelves el cuerpo de tus rivales en ácido para eliminar el rastro. Ya no era una serie de Netflix. Los protagonistas de la guerra contra el narco estaban listos para contarlo todo.
“En México todo es posible, hay mucha corrupción”, afirmó Sergio Villarreal El Grande, el primer testigo que subió al estrado. El Grande, un expolicía corrupto de dos metros que acabó como lugartentiente de Beltrán Leyva, detalló paso por paso cómo se pagaron los sobornos a García Luna. Habló de chorizos de millones de dólares. Contó que el exfuncionario era un aliado fiel, que les daba uniformes, vehículos y credenciales oficiales para que portaran armas de uso exclusivo de las autoridades. Explicó cómo el narco colocaba y se deshacía a placer de comandantes de la policía para asegurar sus intereses. Dijo que la línea entre el crimen y las autoridades era tan estrecha que, incluso, había acuerdos para repartirse las ganancias, simular la destrucción de droga incautada y echar a perder operativos de captura en su contra. “Todos estaban felices”, dijo sobre los jefes del cartel de Sinaloa. “Era la mejor inversión que habían hecho”.
En la primera década de los 2000, el cartel de Sinaloa era, en realidad, una federación de capos. Estaba la facción de El Chapo e Ismael El Mayo Zambada, la gente de los Beltrán Leyva, los hombres de Nacho Coronel o de Juan José Esparragoza El Azul, entre otros. “Era maravillosa”, dijo en el juicio Harold Poveda, El Conejo, cuando le pidieron que hablara de la vieja alianza criminal que dominó el tráfico de drogas en esa época. Ese frente común se mantuvo cuando García Luna se convirtió en secretario de Seguridad con Calderón, sobre todo para combatir a Los Zetas, los rivales y el grupo criminal más violento.
Pero, poco a poco, empezaron a crecer las desconfianzas entre los socios. El grupo de los Beltrán Leyva seguía inyectando dinero a autoridades de todos los niveles, pero ya no recibían el servicio de siempre. “Nos empezó a caer gente del Gobierno”, dijo El Grande. Arturo Beltrán Leyva se dio cuenta de que los operativos de captura y los decomisos se producían casi siempre después de que hablara con El Mayo o con El Chapo, al menos eso infirió. “Se dio cuenta de la traición”, afirmó Villarreal.
La gota que colmó el vaso fue la detención de Alfredo Beltrán Leyva, alias Mochomo y hermano de Arturo, en un operativo del Ejército en enero de 2008. Así inició una guerra total de carteles entre Beltrán Leyva y su primo El Chapo Guzmán. “¿De qué lado estás?”, le preguntó Arturo Beltrán a García Luna, según el relato de El Grande. “El problema es de ustedes, yo soy neutral”. “Él seguía trabajando para todos: El Mayo y El Chapo, pero también para Arturo”, aseguró el testigo. “Hubo integrantes de la Policía Federal que se fueron de su lado y otros se fueron con Arturo”, agregó. “Fue una guerra muy violenta, todos nos empezamos a matar”.
Agentes ministeriales escoltan a Alfredo Beltrán Leyva tras su detención, el 21 de enero de 2008.Iván Méndez (Cuartoscuro)
Desesperado por la ambivalencia del secretario, Arturo Beltrán Leyva mandó secuestrar a García Luna en una carretera del Estado de Morelos, a un par de horas en coche de la capital. Los escoltas del secretario de Seguridad Pública no pudieron oponer resistencia. Casi todos acabaron maniatados y desarmados, tumbados en el piso, como bultos. Francisco Cañedo, un policía ministerial que pasaba por ahí en su día de descanso, afirmó que lo vio todo. Bajó la velocidad, volteó para ver de qué se trataba y, de pronto, cruzó miradas con los criminales y con García Luna, su antiguo jefe en la AFI. “Me quedé temblando”, dijo Cañedo en el estrado, sobre lo ocurrido el 19 de octubre de 2008.
“Arturo me llama y me dice que acaban de levantar al hijo de su puta madre de García Luna, que lo iba a matar, que iba a mandar la cabeza para que todos vieran que con él no se juega”, recordó El Conejo, uno de los hombres más cercanos a Arturo Beltrán Leyva. “Por Dios, ¿cómo vas a hacer eso? El Gobierno se va a dejar venir con todo”, le contestó angustiado el capo colombiano.
―”¿Y está diciendo que esto pasó a plena luz del día? ¿A mediodía?”, cuestionó De Castro en su momento. ―“Para Arturo no había nada imposible”, zanjó El Grande.
El episodio del secuestro, siempre negado por García Luna, tuvo un papel protagónico en el juicio. Anclados en la memoria de quienes vieron o escucharon algo hace 15 años, los testimonios no estuvieron exentos de inconsistencias. Quedaba claro que el proceso iba a poner en liza versiones irreconciliables y que iba a crear un contexto en el que lo que parecía increíble pudo haber sucedido “más allá de una duda razonable”. “En México todo es posible”, insistió El Grande.
La apuesta de la Fiscalía por construir el caso a partir de los testimonios de narcotraficantes no estuvo exenta de polémica en uno y otro lado de la frontera. La exclusión de pruebas clave y testimonios sobre la riqueza y los escándalos más recientes del acusado, tampoco.
Así empezó la clase magistral sobre el narco en México. Tirso Martínez, El Futbolista, el segundo testigo del caso, explicó que se ganó ese sobrenombre porque era dueño de cuatro clubes profesionales de fútbol y que, cuando transportaba toneladas de cocaína escondidas entre botellas de aceite en un vagón de tren, rociaba un poco de líquido para que “los trabajadores de la aduana tuvieran miedo de resbalarse” al sospechar de un fondo falso. El rey de las excentricidades fue El Conejo, que lloró en el tribunal mientras recordaba su antigua colección de animales exóticos.
Un policía vigila el zoo de ‘El Conejo’ Poveda, en su casa al sur de Ciudad de México, el 20 de octubre de 2008.Ricardo Castelan (Cuartoscuro)
Los relatos chuscos se interrumpían de golpe ante la crudeza de otros episodios. Poveda dio detalles de cómo fue torturado horas antes de ser presentado ante una cascada de flashes de la prensa en noviembre de 2010. Era la marca de la casa de la gestión de García Luna: cada capo abatido o detenido era un trofeo de guerra. “¿Eres El Conejo, hijo de tu puta madre?”, contó. “Me vendaron los ojos”. “Me pusieron una bolsa de plástico para ahogarme”. “Me desnudaron”. “Me dieron toques eléctricos”. “Hasta que ya no pude más”.
Israel Ávila, un contador del narco, recordó que fue reclutado como agente de bienes raíces del cartel de Sinaloa después de alquilar una casa para quien creía que eran agentes de la AFI. “Me preguntaron si sabía para quién estaba trabajando”, relató Ávila, un testigo protegido. “No, estás equivocado. Ni tú ni nosotros trabajamos para Genaro García Luna, Genaro García Luna trabaja para nosotros”, le confesaron los narcos. Ávila dijo que registró sobornos al exfuncionario y otros en una hoja de cálculo de Excel. Aseguró que descargó paquetes de cocaína de aviones con ayuda de policías federales y que se rió a carcajadas cuando escuchó por radio cómo los agentes simulaban ir tras los delincuentes. Habían sido los propios policías quienes les habían permitido escapar. “Entramos y salimos con ayuda de ellos”.
Óscar Nava Valencia, alias El Lobo, líder del extinto cartel del Milenio, afirmó que pagó más de 10 millones de dólares en sobornos a García Luna. “¿Usted está diciendo que se sobornó a personas que estaban justo por debajo del presidente Calderón?”, cuestionó Florian Miedel, abogado de la defensa. “Sí, se llegó a ese punto”, zanjó el testigo. En medio de la guerra de narcos, El Lobo solicitó una reunión secreta con el acusado en un autolavado de Guadalajara. El entonces secretario le pidió tres millones de dólares por estar con él 15 minutos. Esa era la tarifa.
Esa fue la cantidad, siempre según los testimonios, que le pidieron a Jesús El Rey Zambada, hermano de El Mayo, cuando el cartel quiso cortejar al recién nombrado miembro del Gabinete a finales de 2006. “El dinero se puso en un portafolio grande, como los que usan los abogados”, explicó El Rey. “Y en una maleta de las que usan los deportistas, que son bastante amplias”, agregó. Para una segunda reunión, unas tres semanas después, García Luna ofreció un descuento: solo dos millones de dólares. “Me sorprendí mucho”, reconoció el narco cuando coincidió con él en Campos Eliseos, un lujoso restaurante a unos metros de la Embajada estadounidense. El sitio no tenía cámaras y era un espacio predilecto para los intercambios de dinero entre funcionarios y criminales. Lo dijo Miguel Madrigal, un agente especial de la DEA que estuvo ocho años de misión en México.
Jesús ‘El Rey’ Zambada es presentado tras su arresto en Ciudad de México, el 22 de octubre de 2008.Alexandre Meneghini (AP)
El Rey, último testigo de la Fiscalía, fue detenido en Ciudad de México en octubre de 2008, y la captura fue supuestamente coordinada por El Grande, el primero en hablar. Sergio Villarreal se volvió a poner el uniforme de un agente oficial del Estado y dijo que otros pistoleros se disfrazaron de elementos de una agencia ajena a García Luna, para que pudiera consumarse la operación. “Yo formé parte del operativo”, afirmó El Grande.
Los capos rivales pagaron dinero a periodistas para que se corriera la voz y El Rey no pudiera sobornar a los policías a cambio de que lo dejaran ir. El dinero iba y veía en todas las direcciones. García Luna, por ejemplo, pagó 25 millones de pesos, poco más de un millón de dólares, para silenciar los rumores del secuestro ese mismo año, según Héctor Villarreal, un exfuncionario corrupto del Estado de Coahuila que lleva casi una década como cooperante de Estados Unidos.
“Te da la sensación de un narcoestado en México”, afirmó en una entrevista con este diario el periodista Ioan Grillo, que ha escrito durante más de 20 años sobre violencia y crimen organizado. Quizá quien resumió mejor la penetración del narco en las instituciones fue Édgar Veytia, El Diablo, exfiscal del Estado de Nayarit y condenado a 20 años por colaborar con los carteles. “Hacíamos todo lo que nos pedían”, señaló. La frase más recordada del exfuncionario apeló a la instrucción que, según él, se dio durante el Gobierno de Calderón y la gestión de García Luna: “La línea era [proteger a] El Chapo”.
El expresidente Calderón negó que existieran tales órdenes y mantuvo durante todo el proceso que nunca supo de ningún crimen cometido por García Luna. “Nunca negocié ni pacté con criminales”, respondió. Ocho de cada diez mexicanos considera que debería ser investigado por vínculos con el narcotráfico, según una encuesta de Enkoll par y W Radio. El expresidente afirmó que su estrategia contra el crimen fue la correcta: “La lucha valiente de miles de policías, soldados, marinos, fiscales, jueces y servidores públicos de bien”.
Aunque se habló de que la Fiscalía tenía una lista de más de 70 testigos listos para declarar contra García Luna, las autoridades estadounidenses decidieron concluir los interrogatorios tras citar a 26 testigos, lo que acortó la duración prevista para el juicio al menos dos semanas. Pese a la confusión en México, el exfiscal Daniel Richman decía que el ministerio público intentaba mostrar fortaleza. “Si realmente quieres convencer a un jurado, tienes que presentar un caso corto y poderoso”, afirmó el profesor de Leyes de la Universidad de Columbia.
El abogado defensor, César de Castro, seguido de la esposa de García Luna, Cristina Pereyra, y su hija Luna, el pasado 15 de febrero.YUKI IWAMURA (AFP)
Durante días se alimentaron las especulaciones de que García Luna fuera llamado a declarar por sus abogados. Finalmente, no fue el ex secretario de Seguridad Pública quien respondió a todo lo que se dijo en su contra. Lo hizo su esposa, Cristina Pereyra, la única persona que llamó la defensa. Su testimonio, en pleno Día de San Valentín, se centró en generar empatía en el jurado, 12 ciudadanos que hasta hacía unas semanas no sabían nada sobre el acusado.
Pereyra aseguró que el matrimonio trabajó durante años para abrirse camino, que se apoyaron en pequeños negocios e hipotecas para salir adelante y que padecieron el acoso de los medios de comunicación y los riesgos del cargo que tuvo su esposo. “Pensamos en salir fuera de México porque queríamos que nuestros hijos tuvieran una vida normal”, zanjó sobre la decisión de la familia de mudarse a Miami tras dejar la vida pública. Fue elocuente, pero su versión no se hubiera sostenido en una Corte mexicana. Otro recordatorio de que se jugaba con las reglas del sistema legal de Estados Unidos.
El juicio se encendió en la recta final, la parte más intensa de todo el proceso.
Tras los testimonios de 27 testigos, la Fiscalía y la defensa chocaron por última vez para presentar sus conclusiones en los argumentos de clausura.
Fue también la última oportunidad que tuvieron ambas partes de convencer al jurado antes de que empezaran las deliberaciones.
Los abogados presentaron su mejor rostro ante 12 desconocidos. Fueron simpáticos, explicaron todo con peras y manzanas, y trataron de ser lo más encantadores que pudieron. Hicieron de todo para inclinarlos a su favor.
Primero fue el turno de la Fiscalía, encabezada por la fiscal adjunta Saritha Komatireddy.
“Damas y caballeros, lo tienen que creer, la corrupción llegó hasta los niveles más altos”, afirmó.
“Solo existe una posibilidad: Genaro García Luna tomó los sobornos”.
“Este caso se armó durante más de una década, tomó tiempo unir las piezas, pero las piezas encajan, todo encaja”, agregó.
“Es imposible que el cartel se hubiera expandido como lo hizo sin el apoyo del Gobierno mexicano”.
Komatireddy explicó el caso paso a paso y por qué la Fiscalía decidió construirlo a partir de los testimonios de convictos y narcotraficantes.
La fiscal optó por ser didáctica: puso un tablero titulado Estados Unidos contra García Luna, colocó las fotos de los narcos implicados, proyectó una presentación de Power Point y pasó una por una las diapositivas.
“Se necesita un criminal para conocer a otro”, dijo la fiscal al recordar el testimonio de Sergio Villarreal El Grande.
“Era como tener a un profesor del Cartel de Sinaloa, podría usar una chamarra con parches en los codos”.
“Les dijo cómo pagó dinero a autoridades de todos los niveles”.
“El Rey les dijo lo mismo. ¿Se acuerdan de su testimonio el pasado lunes?”.
Esa semana, El Rey Zambada declaró cómo pagó al menos cinco millones de dólares en sobornos a García Luna.
“Tuvimos aquí también a Édgar Veytia”.
“Les contaron todo sobre cómo funciona la corrupción en México”.
“Estos tipos son como los FedEx de la cocaína; usan trenes, barcos, submarinos”, dijo sobre otros testigos.
Después fue el turno de la defensa de García Luna, liderada por César de Castro.
“¿Dónde están las evidencias?”, cuestionó.
“El gran problema que tiene la Fiscalía es que no puede demostrar estas acusaciones. Ellos tienen que probarlas, nosotros no”.
“No caigan, no caigan, no caigan en lo que les están diciendo”.
“¿Hay videos? No”.
“El Grande dijo que Beltrán Leyva grababa sus reuniones, ¿dónde están las grabaciones?”.
“¿Pagos? No les enseñaron nada de eso”.
“¿Encontraron las evidencias? No, es la historia de este caso”.
Komatireddy fue más racional. De Castro apeló más a las emociones del jurado.
Después de los argumentos de la defensa, la Fiscalía tuvo el derecho de responder.
“Seamos muy claros, nos encantaría llamar a declarar en este juicio a maestros de escuela”, dijo la fiscal Erin Reid antes de hacer una pausa.
“Pero los maestros de escuela no encabezan organizaciones criminales”.
“Así funciona la corrupción en los niveles más altos, se hace en secreto y se paga en efectivo”.
Sobre la declaración de Cristina Pereyra, esposa del exsecretario, dijo que fue “una clase magistral” de cómo los políticos esconden su patrimonio.
“No importó para nada, fue solo un show”.
“Usen su sentido común”.
Los jurados escucharon los cierres con atención.
A partir de ese momento, todo dependía de ellos.
La decisión sobre el futuro de García Luna estaba en sus manos.
Los 12 miembros del jurado se retiraron.
Comenzaron las deliberaciones a puerta cerrada. Los integrantes quedaron aislados del mundo exterior.
No había un plazo para que llegaran a un veredicto, que tenía que ser unánime para los cinco cargos contra García Luna.
Para el 16 de febrero, el tiempo se congeló en la Corte de Brooklyn. No habría más testimonios ni palabras de los abogados. Arrancaron las deliberaciones. Doce desconocidos se encerraron para hablar durante horas sobre lo que habían visto y escuchado en las últimas semanas. En la sala, todo era incertidumbre. Las deliberaciones eran privadas y el veredicto podía llegar en cualquier momento, el tiempo que fuera necesario para que alcanzaran una decisión unánime sobre cada uno de los cinco delitos que pesaban sobre García Luna.
Después de más de 15 horas de deliberaciones en tres jornadas diferentes, el veredicto llegó el 21 de febrero cerca de las dos y media de la tarde. Genaro García Luna estaba desencajado. Nunca se le había visto tan nervioso en el juicio. A las puertas del momento que lo definiría todo, ya no había espacio para las apariencias. Genaro García, el primogénito del exfuncionario, cerraba los ojos y movía la cabeza de lado a lado. Su hermana, Luna, también era un manojo de nervios. Cristina Pereyra, la única persona presente en todo el proceso para apoyar al acusado, solo clavaba la mirada en el vacío. Todo el mundo se sentía nervioso, emocionado, impaciente. De pronto, el jurado pasó una hoja al juez Cogan y hubo un silencio total.
Conspiración para la distribución internacional de cocaína. “Culpable”, leyó Cogan. Conspiración para la distribución y posesión de cocaína. “Culpable”. Conspiración para importar cocaína. “Culpable”. Pertenecer a una empresa criminal continua. “Culpable”. Dar declaraciones falsas a las autoridades en su solicitud de naturalización. “Culpable”. García Luna se aferraba a una duda razonable y se encontró con un veredicto aplastante: culpable de todos los cargos.
Antes de ser retirado de la sala, García Luna volteó a ver a su familia. Asintió con la cabeza, cerró los ojos e intentó decirles que iba a estar bien. Se habían acabado las opciones. Se enfrenta a pasar entre 20 años y el resto de su vida tras las rejas. Está previsto que se dicte sentencia el próximo 27 de junio. Digerir todo tomará años.
Créditos
Maquetación y Diseño: Mónica Juárez y Alfredo García
Imágenes: Jane Rosenberg / Reuters / Cuartoscuro / AP
Infografía: Nacho Catalán
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