Metternich, el canciller austriaco que fue uno de los arquitectos del poder europeo después de Napoleón, lo dijo primero: “Cuando Francia estornuda, Europa se resfría”. En algún momento del siglo XX, Francia pasó a ser Estados Unidos y Europa fue el mundo entero, y por eso yo escribo esta tribuna como si lo que está ocurriendo allá —unas elecciones locales— estuviera ocurriendo en otras partes, o aun en todas, como en un cuento de Borges. Lo primero es decir que los demócratas pueden darse por bien servidos: se anunciaba una ola roja, pero nada parecido ha tenido lugar, y aun se ha vuelto demócrata un puesto en el Senado —Pensilvania— que nadie se esperaba. Es verdad que demasiados republicanos extremistas, de los que niegan todavía las elecciones de 2020, han salido victoriosos en sus carreras, en buena parte gracias a la popularidad del negacionismo. Pero los resultados, en líneas generales, pueden considerarse un fracaso para Donald Trump: justo cuando el expresidente —el único desde la Gran Depresión que ha perdido la presidencia, el Senado y la Cámara al mismo tiempo— se prepara para anunciar su candidatura. Eso será un estornudo considerable. Veremos si viene el resfrío.
Mientras tanto, podemos discutir los síntomas. La candidatura de Trump —el hecho mismo de que les parezca viable a tantos— es uno de los más elocuentes en el examen del malestar norteamericano. En los últimos tres meses he estado en Washington y en Dallas, dos ciudades de Estados Unidos que no podían ser más distintas, y he constatado de primera mano cuál es el problema: la realidad común ha dejado de existir. El país está dividido en dos vivencias que no se tocan, y los dos partidos principales ahora son compartimientos estancos, como dos públicos que ven dos películas distintas en salas vecinas del mismo multiplex. Y no: las dos películas no son igual de válidas. Se ha cometido demasiadas veces el error de las falsas equivalencias, sobre todo para evitarnos la acusación de parcialidad o de sectarismo, de manera que hay que decirlo claramente: en una de las salas está un partido que representa, hoy en día, la mayor amenaza que sufre la democracia desde la democracia misma, y no solo en Estados Unidos, sino en el mundo entero, tan susceptible a resfriados. En la otra sala están los demócratas.
Así es. El partido republicano se ha convertido, para incredulidad de muchos (los que no estaban poniendo atención cuando surgió el Tea Party), en una organización que intenta quitarles el voto a millones de personas, que ha cohonestado (como mínimo) con el racismo, el antisemitismo y la xenofobia, que miente a conciencia y engaña y divide, y que ha hecho de la crueldad —el daño deliberado a los más débiles— una forma de la política. Hace pocos meses, el gobernador de uno de los Estados con mayor población latinoamericana, el inefable Ron DeSantis, organizó un plan perturbador: decenas de migrantes subieron engañados a varios buses y un avión, y fueron abandonados en ciudades demócratas, vulgarmente usados como peones en la lección que DeSantis quería darles a los liberales. Es posible trazar una línea recta entre su meditada inhumanidad y las jaulas de Trump en la frontera, que separaron familias con el objetivo abierto de torturar psicológicamente a seres humanos, niños entre ellos. En Estados Unidos, país cacareadamente de inmigrantes, nadie nunca ha perdido votos atacando a los inmigrantes. DeSantis fue uno de los ganadores de las elecciones. ¿Qué nos dice su victoria?
La normalización de la violencia es una de las transformaciones más evidentes de la vida democrática en Estados Unidos. Ha sido gradual, pero no se puede decir que la evolución haya tomado mucho tiempo; y es difícil saber cómo regresa una sociedad del lugar adonde ha llegado la norteamericana. La más reciente alarma estalló hace unos días, cuando un fanático trumpista, adoctrinado en el mundo republicano de las teorías de la conspiración, instalado firmemente en la sala donde se proyecta la película paranoide del robo electoral, entró a la casa de Nancy Pelosi en San Francisco con la intención de atacarla a golpes de martillo: lo movía, según dijo, la idea de verla llegar al Capitolio en silla de ruedas. Ella no estaba, pero sí su marido, que recibió varios golpes en la cabeza y cuya vida corrió serios riesgos. El hecho fue espeluznante, una prueba vívida de la profundidad con que ha calado en la sociedad entera una forma de la violencia que, después del terrorismo local del 6 de enero, solo se puede llamar fascista. Ya saben ustedes: el amedrentamiento del rival político mediante la violencia; el ataque físico asumido por el ciudadano de a pie, brevemente convertido en miliciano, en beneficio de su movimiento.
Hace unos años, cuando un conspiranoide sin afiliación política asesinó a seis personas —la congresista Gabrielle Giffords, que recibió un tiro en la cabeza, sobrevivió increíblemente—, los dos partidos condenaron el atentado. En el caso del ataque de San Francisco, en cambio, la reacción republicana fue mofarse de la víctima en tiempo real, y algunos fueron un paso más allá: sumaron a la burla una insinuación grotesca que, siendo internet la cloaca que es, le dio la vuelta al mundo virtual en cuestión de segundos, e incluyó la intervención del mayor y más zafio de los zafios hijos de Trump: la foto de unos calzoncillos con un martillo encima. El asunto habría sido lamentable, un síntoma más de la descomposición profunda de ese partido que hipócritamente llevó siempre la bandera de los valores, aún si el punto de partida de los grotescos rumores no hubiera sido el Twitter de Elon Musk. Pero así fue: horas después de haber comprado la plataforma que inventó a Trump, el vehículo de buena parte de las paranoias y la desinformación, Musk recogió y reprodujo la falsa noticia de un medio que ha sostenido, por ejemplo, que Hilary Clinton está muerta y la que vemos es un robot. Así decidió estrenarse Musk.
Y también por esto se puede decir que estas elecciones no son como las otras: no solo porque nunca antes tantos candidatos —de uno solo de los partidos— habían defendido teorías de la conspiración sobre un inexistente robo electoral; ni porque tantos miembros del mismo partido hayan avisado que no aceptarán los resultados en caso de derrota; ni porque organizaciones paramilitares hayan enviado a gente armada para “vigilar” (aquí saco mis comillas) las urnas, convencidas de que en 2020 hubo un fraude masivo y Biden es un presidente ilegítimo. No, no es solo por todo esto, sino porque el nuevo dueño de Twitter, la red social que ha sido el hogar impotente de esas desinformaciones y mentiras, no vio problema alguno en comenzar la semana de las elecciones diciendo, ante sus 115 millones de seguidores, que había que votar por los republicanos: pues el presidente es demócrata, y “el poder compartido frena los peores excesos de ambas partes”.
Recuerdo que en 2019, un año que pasé en buena parte en Nueva York, se hablaba con frecuencia pero sin mucha seriedad de las declaraciones que Michael Cohen, abogado o amañador de Trump, había dado en febrero ante un comité de la Cámara de representantes. Si Trump perdía las elecciones de 2020, aseguró Cohen, “no habrá nunca un traspaso pacífico del poder”. Tenía razón: y a partir de ahora, cada día de elecciones será una prueba de la salud mental del país. Ahora parece que a esa democracia enferma le siguen quedando algunas defensas. Esperemos que así sea: por la mejoría de todos nuestros resfriados.
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