“Estamos en contra del matrimonio homosexual, pero toleramos a los homosexuales”: la trampa de la palabra “tolerancia”

Manifestación contra la homofobia, en Málaga el pasado mes de julio.
Manifestación contra la homofobia, en Málaga el pasado mes de julio.Jesus Merida (SOPA Images/LightRocket via Gett)

El aspecto más esquivo de la tolerancia tiene que ver con eso que Bernard Williams nos presenta como la paradoja de tener que tolerar lo que en el fondo nos resulta muy objetable o censurable. Por decirlo en sus propias palabras: “Necesitamos tolerar a otra gente y sus formas de vida solo en situaciones en las que es muy difícil hacerlo. La tolerancia, podríamos decir, solo se requiere para lo intolerable. Este es su problema principal”. O sea, que lo que se requiere de quien tolera es que acepte como bueno lo que entiende que es malo. Por decirlo en los términos clásicos, que se “permita el mal” (permissio mali), en vez de enfrentarse a él en todas sus formas, no solo cuando se presenta de forma extrema. Aquí solo cabría justificar esta excepcionalidad por razones de necesidad, en aplicación del principio del mal mayor; para evitar la guerra y la violencia, por ejemplo. Lo curioso del caso, sin embargo, es que esta actitud encima se nos vende como virtud, como lo “moralmente correcto”; es decir, que no lo hacemos por hipocresía, cobardía, dejadez o debilidad de juicio. Presupone, por el contrario, el convencimiento de que hay razones morales que nos inclinan a debilitar nuestros juicios negativos en nombre de un supuesto valor superior, el respeto por la persona tolerada, algo que seguramente sea mucho presuponer si aquello que rechazamos de ella lo vivimos de forma primaria y casi existencial. En algunos casos, incluso, por la propia actitud intolerante de aquellos a quienes se nos llama a tolerar. Ya ven, nada fácil.

Desde la perspectiva del tolerado la cosa no es menos delicada. Hay algo ciertamente ofensivo en la actitud condescendiente de quien tolera; lo normal es que el tolerado no desee ser “soportado” o “sufrido” sin más, sino aceptado como un igual, con las diferencias que reclaman aprobación, desde luego, pero salvando impoluta su propia dignidad humana. Recuerdo una frase que puso en circulación el Tea Party en la época en la que lo lideraba Sarah Palin y que decía literalmente: “Estamos en contra del matrimonio homosexual, pero toleramos a los homosexuales”. Esa es justo la mayor manifestación de desprecio, porque viene a decir que los “soportan”, pero sin que ello suponga equiparar sus derechos a los de los heterosexuales. Con todo, al menos sirve para sacar a la luz el otro lado o perspectiva de la tolerancia, aquella del tolerado, que casi siempre presupone la búsqueda de un reconocimiento que haga obsoleto el recurso a ella. Y eso exige algo más que una espera pasiva a que les sea concedida, presupone iniciar las correspondientes luchas sociales para alcanzar el objetivo, que lo que consideran que son sus derechos se trasladen a medidas legales específicas o se avance en el reconocimiento de quienes se sienten preteridos.

De lo anterior podemos extraer la consecuencia de que ni quien tolera ni el tolerado pueden sentirse especialmente a gusto con la práctica de la tolerancia. Solo parece que estarían dispuestos a aceptarla por necesidad, como un ajuste necesario bajo condiciones extremas en las que aparece como un mal menor. Lo ideal es que ni siquiera hiciera falta el recurso a ella. Pero eso supondría haber diluido cualquier resquemor hacia las diferencias de conductas o las formas de vida de todos, que ya habríamos entrado en la bendita indiferencia o la aceptación; es decir, un mundo sin conflictos derivados del choque entre identidades o concepciones del mundo e incluso de opiniones; en realidad, un mundo sin política.

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Hasta ahora ese nunca ha sido el caso, pero lo cierto es que ha habido importantísimos avances. Bernard Williams pone el ejemplo del tránsito desde la ofuscación originaria del conflicto religioso a su domesticación a través de la privatización de la religión y el progresivo asentamiento de una sociedad más secularizada. Una vez implantada la tolerancia, el propio cambio social se encarga de quitarle carga explosiva a la anterior causa de la contenciosidad y poco a poco va desembocando en aceptación o indiferencia. Al menos hasta la siguiente situación en la que surge otra fuente de hostilidad similar, y ahí es cuando volvemos a precisar de esa virtud. Por decirlo en otras palabras, la peculiaridad de la tolerancia es que no es apenas necesaria cuando se apaciguan los juicios negativos sobre algo, pero nada nos asegura que sea eficaz cuando vuelven a rebrotar sobre alguna otra cosa. La integración del pluralismo de la sociedad liberal funcionó sin grandes problemas hasta que comenzó la inmigración masiva, por ejemplo, o la nueva ola feminista y los nuevos conflictos identitarios. (…)

“Lo personal es político”, el grito de guerra del feminismo, simboliza bien el cambio hacia el nuevo paradigma porque apelaba a la necesidad de romper aquellos espacios en los que se hurtaban al ojo público las demandas de emancipación y reconocimiento insatisfechas; las minorías de color salieron también de sus guetos para reivindicar igualdad de derechos efectivos; los estudiantes pusieron en la picota la moral sexual tradicional, los valores familiares e incluso algunos de los presupuestos centrales de la democracia, como la necesidad de acceder a una política más participativa. La consecuencia fue la ampliación del ámbito de lo tolerable y la extensión del debate político a cuestiones que hasta entonces eran marginales en la discusión pública.

Hasta muy recientemente no puede decirse que haya habido cambios sustanciales, las luchas sociales tardaron en encontrar una plasmación efectiva. Pero ahora la condición de la mujer ha sufrido ya una trasformación radical, como también la actitud ante los homosexuales o las minorías étnicas y culturales. La aparición de la Red no solo facilitó la convocatoria física de manifestaciones de estos grupos; también contribuyó a que encontraran a sus afines y se trasladara a ellos su conciencia de lucha. Ahora sí que nada escapa al ojo público. Todos nos enteramos de cómo se siente cada cual, lo que opina, lo que le satisface o indigna. Tampoco hace falta enhebrar la propia posición en un discurso. Aquí (…) no hay contraste de ideas, ni siquiera de valores. La fuerza del mejor argumento se sustituye por la intensidad de las pasiones. Importa más la expresividad de la indignación moral, cuyo único objetivo es fortalecer la cohesión del grupo, mantener viva su animadversión al otro como fin en sí mismo. Es lógico, por tanto, que una de las partes beligerantes no pueda comenzarse diciendo que respeta las otras posiciones, a pesar de no estar de acuerdo con ellas; todo lo contrario, la eficacia reside en mandar el mensaje contrario, que esa opinión es inaceptable, inasumible, degradante, o de facha o rojo, la mejor manera de evitar tener que argumentar en contra de alguien. No hay manera de encontrar una transacción pacífica de las diferencias. La política posverdad añade a esto un elemento aún más distorsionador, si cabe, porque son los hechos mismos los que se ponen en la picota, y sin ese mundo de una realidad compartida todo queda ya al albur de afirmaciones arbitrarias sobre cualquier cosa. Todo vale.

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