Kathleen Stock, la supuesta ‘enemiga’ del movimiento trans que ha pedido protección policial

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Luis Grañena

Kathleen Stock tiene la piel dura. O creía tenerla, tanto como para soportar que el campus de la Universidad de Sussex se llenara esta semana de carteles en los que se la acusaba de “tránsfoba” y de estar “en el lado erróneo de la historia”; en los que sus autores advertían, a ella, de que “iba a morir sola”, y al rectorado, de que los alumnos dejarían de pagar los casi 11.000 euros anuales de matrícula si no despedía de inmediato a la polémica profesora de Filosofía. “Esta semana ha supuesto una escalada. Nadie me había advertido, y he visto todos los carteles con mi nombre cuando iba a trabajar. No estoy bien, lo admito. Voy a trabajar desde casa unos días. Ya he llamado a la policía, para tener protección. Y sinceramente, no sé cómo va a ser mi futuro inmediato”, confesaba a EL PAÍS por teléfono.

Stock ha escrito un libro éxito de ventas titulado Material Girls. Why Reality Matters for Feminism (Chicas materiales. Por qué la realidad importa al feminismo). Stock es lesbiana. Nació en Aberdeen (Escocia). La “ciudad de granito”, la llaman, por sus edificios de piedra gris. Tiene 49 años. Salió del armario relativamente tarde. Ahora vive con su pareja actual y dos hijos de su matrimonio anterior. Las dudas sobre su orientación sexual o el acoso y presiones sufridas durante la infancia le han concedido el derecho pleno a entrar en un debate violento y envenenado en el que los puentes solo se rompen, no se construyen. Un debate con acusaciones de odio e intolerancia que ha fraccionado a dos generaciones a la hora de entender el feminismo. “Creo que muchas jóvenes no son aún conscientes del impacto que va a tener en sus vidas el hecho de ser mujeres. Como no lo sabía yo cuando tenía 19 años”, se lamenta la autora.

Stock ha querido responder a una pregunta que arrastra hoy trampa y peligro: ¿deben ser consideradas mujeres las mujeres trans? Lo ha hecho con un libro riguroso, que explora los orígenes académicos y políticos de la llamada “identidad de género” e intenta establecer los datos demostrados de un debate contaminado de ideología y visceralidad. El problema de Stock, sin embargo, es que la información acumulada sigue siendo escasa, y su indiscutible inteligencia e ironía, desplegadas en el libro, dejan expuesta claramente desde un inicio su verdadera posición en el debate. Al eliminar la separación biológica entre hombre y mujer, argumenta, al deshacerse del determinismo biológico y social que combatía el feminismo tradicional, y declarar la identidad de género como la convicción individual y propia de cada persona, se cae en una osadía intelectual como sería, por ejemplo, afirmar que “es imposible que un asteroide choque contra la Tierra, simplemente cambiando la definición de ‘Tierra’ como ‘algo incapaz de ser alcanzado por un asteroide”, escribe Stock.

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Se enfrenta la filósofa a un doble problema. Su firme posición la ha convertido en estandarte del contrataque ideológico de los últimos años al movimiento trans. Hasta el punto de haber recibido la condecoración de la Orden del Imperio Británico—que Stock no ha rechazado— por su defensa de la libertad académica. Y en segundo lugar, la visceralidad del debate ha ensombrecido, tristemente, el hecho de que la académica esté convencida de que existen episodios reales de violencia tránsfoba que deben ser combatidos, o que la comunidad trans debe ver protegido y reforzado su derecho a una igualdad jurídica y real.

Más de un centenar de académicos firmaron a principios de este año una carta abierta contra la concesión a Stock del título honorífico. “Discursos como el suyo sirven para restringir el acceso de personas trans a tratamientos médicos que podrían salvar sus vidas, o animan al acoso contra aquellos que no se conforman con el género que les ha sido impuesto”, afirmaban en un durísimo texto en el que, por supuesto, “no decían que se prohibiera a Stock decir las cosas que dice”, pero en el que alertaban de que confundir esta situación con un debate sobre supuestas amenazas a la libertad académica sirve para ocultar asuntos más importantes.

Stock respaldó sin reservas la Ley de Reconocimiento de Género que el Reino Unido aprobó en 2004. Sus dudas se ciernen sobre las enmiendas posteriores, que facilitaban la autodeterminación de género de las personas sin ningún tipo de reserva, como mero acto administrativo, y que el Gobierno de Boris Johnson decidió aparcar en un cajón. La organización que hizo circular la carta contra Stock admitió posteriormente que mintió al asegurar que la académica estaba en contra de la ley, y pidieron disculpas, pero no cambiaron el texto, “porque esa era la versión que había firmado ya mucha gente”.

En esta ocasión, sin embargo, el rectorado de la Universidad de Sussex ha puesto pie con pared. Ha abierto una investigación sobre el origen de los carteles, y ha asegurado que defenderá la libertad académica de todos sus profesores. El caso de Stock ha señalado un punto de inflexión en una de las batallas “culturales” —ideológicas, sería más apropiado— de las primeras décadas del siglo XXI.

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