Frenar la crisis etíope

Militares etíopes en una carretera cercana a las regiones de Tigray y Amhara.
Militares etíopes en una carretera cercana a las regiones de Tigray y Amhara.AP

Etiopía sufre desde principios de noviembre una peligrosa escalada bélica que ha provocado ya la huida de al menos 30.000 refugiados hacia Sudán. El Ejército etíope libra una ofensiva armada contra las autoridades regionales de Tigray —una montañosa región situada al norte y feudo del grupo étnico que dominó el país en las últimas décadas y hasta 2018—, a las que acusa de haber atacado dos bases militares provocando muertos y daños materiales. Este conflicto, al que la comunidad internacional está prestando muy poca atención y del que apenas existen imágenes por el bloqueo total a las comunicaciones y a la libertad de prensa impuesto por el Ejecutivo etíope, pone en evidencia el enorme desafío que enfrenta el primer ministro Abiy Ahmed, laureado con el Nobel de la Paz en 2019, en su sueño de forjar una nueva Etiopía que supere las profundas divisiones entre los pueblos que la integran.

La llegada al poder de Ahmed en 2018 supuso una bocanada de aire fresco en la esclerotizada política del país: una mayor representación de la mujer en las instituciones, liberación de presos políticos, apertura de la economía, reformas en el Ejército y, hacia el exterior, una decisiva contribución en la resolución de la transición sudanesa y, sobre todo, firma de la paz con Eritrea. Sin embargo, sus intentos de transformar el sistema federal con base étnica que ha funcionado en Etiopía desde 1991 se han topado con serias resistencias internas.

Con un Ahmed atrapado entre las reivindicaciones cruzadas de las comunidades y el sentimiento de agravio de los tigrayanos, la violencia ha rebrotado. La represión de las protestas de este verano, los enfrentamientos con aroma a revancha comunitaria y el encarcelamiento de los líderes oromos, bajo acusación de terrorismo, han construido la imagen de un Ahmed ambicioso en sus reformas, pero escorado hacia una deriva autoritaria por la incapacidad de encajar las piezas del puzle étnico.

La ofensiva que libra ahora resulta inquietante. Aunque los datos no son claros, todo apunta a bombardeos, choques en el terreno y un avance de las tropas federales hacia la capital tigrayana.

Es posible que la conquisten con rapidez, pero el riesgo de una prolongada guerra de guerrillas es alto. También hay riesgo de regionalización del conflicto. Ambos bandos se acusan de masacres, de las que hasta ahora la evidencia más cierta es una denuncia de Amnistía Internacional sobre el asesinato a machetazos de cientos de civiles de la etnia amhara que no participaban en el conflicto a manos de fuerzas leales al Frente de Liberación del Pueblo Tigray. Ante este escenario, es esencial que una comunidad internacional distraída por la pandemia y el relevo en la Casa Blanca se implique para frenar la contienda, propiciar soluciones políticas y atender a los civiles que sufren las consecuencias.


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