Hasta la última víctima

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Hace días el mundo respiró aliviado aunque permanezca en vilo. El enfrentamiento directo de EE UU e Irán podría haber hecho palidecer a la guerra siria, pero la amenaza persiste, porque al frente de ambos países hay incendiarios: Trump, fastidiado por la molestia del ‘impeachment’, y los ayatolás, cada día más a la defensiva ante el hartazgo de la población. Así que aún habrá que agradecer a Teherán su puntería al replicar el asesinato del general Soleimani sin matar a ningún soldado estadounidense; de lo contrario, hoy la región entera sería un Cafarnaúm global, planetario.
El episodio ha reiterado una verdad inobjetable: a Washington solo le preocupan sus víctimas, mientras despliega una incuria cósmica para con el resto. Con los anónimos, pero también hacia aquellos con nombre y apellido como José Couso, cuya muerte constituyó “un ilícito internacional” que Washington ha gestionado con displicencia.
Los días de fuego y furia de 2003 amenazan con repetirse. Como preludio a esta guerra mundial asordinada, Irak pone los muertos desde que, esgrimiendo un espantajo obsceno –la existencia de las dichosas armas de destrucción masiva-, EEUU y sus aliados bombardearon y después invadieron el país árabe, destapando la caja de los truenos de la deriva sectaria y propiciando la aparición del ISIS.
La aproximación de Washington a Oriente Medio –va siendo hora de denominar así a esa región más amplia y profunda que el levante arábigo-mediterráneo- es pródiga en errores bumerán. El primero fue el apoyo a los muyaihines afganos contra la invasión soviética, que resultó en el imperio de los talibanes y a la postre, en ese terror suní de amplio espectro con Al Qaeda y el ISIS como puntas de lanza. Otro yerro capital fue confiar en Sadam Husein como cortafuegos frente a Teherán, convirtiendo al aprendiz de brujo en un sátrapa cuya desaparición facilitó el deslizamiento de la falla chií.
Petróleo no es la única palabra clave en este embrollo. Por acción o por omisión, la violación de derechos fundamentales durante las operaciones militares (la infamia de Abu Graib como inolvidable precedente) pide a gritos dar pasos de gigante en la justicia internacional.
La reciente resolución del ‘caso Couso’ puede espolear su empuje de antaño, incorporando a la doctrina los ‘ecocidios’ y los delitos económicos contra la humanidad (¿tal vez la austeridad a martillazos impuesta a Grecia?). Podrían añadirse también los ataques a la cultura como arma de guerra, como lo fueron el incendio de la biblioteca de Sarajevo, la destrucción de Palmira o cualquier otro intento de aniquilar el patrimonio o la memoria. Para que, como sucede ahora en Irak, los titulares no se conviertan en agujeros negros que se tragan sin rechistar los mal llamados daños colaterales –y ya ni siquiera eso-, porque hasta la última víctima, humana o inmaterial, importa.
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