Honestidad espontánea: la solidaridad sin focos en las fronteras europeas con Ucrania

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Una voluntaria sirve sopa a refugiados ucranios en la estación polaca de Przemysl.
Una voluntaria sirve sopa a refugiados ucranios en la estación polaca de Przemysl.Dominika Zarzycka (NurPhoto via Getty Images)

Michal Sadowski vive en el sur de Polonia, cerca de la República Checa. Me topé con él de casualidad, junto con mis compañeros Saúl Ruiz Mata y Massimiliano Minocri, cuando cubríamos un centro de recepción de refugiados a cientos de kilómetros de la casa de Michal. Él no sabía que éramos periodistas ni corrió a contarnos su historia. Solo la fue revelando con cierta reticencia y pudor al hilo de las preguntas.

Había alquilado una furgoneta y conducido siete horas para poder hacer idas y venidas con la gente que huía, entre la frontera con Ucrania, las estaciones de tren y el centro de recepción de Hrubieszow, en Polonia. Y siempre en coordinación con el operativo general, es decir, con el foco puesto en ayudar a los demás y no en cómo se sentía él al ayudar a los demás. Lo hacía cada fin de semana desde que empezó la guerra el 24 de febrero. Entre semana, volvía con su familia y a su trabajo de contable.

En general, la presencia de un periodista suele generar sobreactuación, discursos artificiales y hasta puestas en escena. El fenómeno se multiplica durante una guerra, cuando muchos sienten que esos días se dirime cómo quedarán retratados en los libros de texto del futuro, aunque no vayan a aparecer. Así que el mejor momento para observar lo más parecido a la autenticidad es antes de identificarse como periodista o de que se note que lo eres. Durante las casi seis semanas en que cubrí la crisis de los refugiados en la frontera con Ucrania, fue en esos instantes en los que pude ver la honestidad de la solidaridad con la que los ciudadanos de los países vecinos, como el polaco Michal, han respondido a la mayor oleada de desplazados en Europa en siete décadas.

Tampoco eran conscientes de que los observaba un periodista los jóvenes rumanos en el paso fronterizo de Siret que se acercaban —­sin aspavientos, pero con prisa—a las ancianas ucranias que venían de cruzar para ayudarlas a cargar maletas y bolsas. Eran los primeros días de guerra, cuando atravesar la frontera suponía una travesía de días. Era entonces cuando a ellas se les humedecían los ojos. No tanto por estar al fin a salvo de los bombardeos (solían huir más de un país en guerra que de la guerra en sí misma), sino por sentirse de repente al cuidado de un desconocido que no pedía nada a cambio.

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Nada ni nadie obligaba tampoco a una guarda de fronteras polaca en el paso fronterizo de Dolhobyczow-Uhryniv a hacer algo más que su misión: chequear los pasaportes o documentos de identidad. Pero también repartía en cuclillas dulces y chocolatinas a los niños y luego daba alguno con un guiño a los adultos, como diciendo “sé que a ti también te apetece”. No parecía preocupada por su lugar en la historia ni por el aplauso de sus jefes.

Son anécdotas, sí, y el acento siempre se puede poner en el cliché de que las grandes catástrofes sacan lo peor y lo mejor del ser humano, esa visión esencialista y dual que ignora que ese “lo mejor y lo peor” está modelado, entre otras cosas, por el nivel de violencia —física, económica, simbólica— que ha sufrido cada uno la primera y última vez que bajó la guardia. Están, por supuesto, las mafias de tráfico de seres humanos, atentas a un botín tan jugoso como el cruce apresurado de millones de mujeres y niños de Europa del Este. También los que aprovechan la desesperación de los refugiados para cobrarles cantidades desmedidas por alojamiento o transporte. Leemos sobre sus abusos como si nos generase una extraña satisfacción reafirmarnos en que el mundo es un lugar lleno de peligros, que el otro es un potencial enemigo y que nosotros no somos así. Pero son, en realidad, un árbol. El bosque es la ayuda.

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