Ídolo

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Escribir esta palabra produce pudor, una extrañeza que raya con la vergüenza, pero no existe otra a la altura de aquel deslumbramiento, el rayo luminoso capaz de marcar el rumbo de una vida entera. Supongo que todo el mundo tiene ídolos, pero tal vez no todos resulten igual de importantes. Para mí, fue vital. Leer sus libros no sólo me regaló una vocación, sino un lugar en el mundo. Recuerdo el hormigueo frenético de mis dedos mientras pasaban páginas, la voz que resonaba dentro de mi cabeza, esto es, esto es, esto es lo que yo quiero hacer… Me bastaba tener un libro suyo entre las manos para sentirme más inteligente, más segura, más fuerte y más feliz, como si la admiración que sentía por él, el amor que me inspiraba su obra, creara una coraza capaz de protegerme de todo mal. Más allá de la adolescencia, los excesos de fantasía se fueron diluyendo, pero la devoción no cambió. La admiración fue madurando, haciéndose más consciente, más exigente, mientras yo escribía mis propios libros, y la gratitud se desbordó como una levadura mágica, porque llegué a pensar que tal vez, sin él, no habría encontrado un camino para escribir. Da vergüenza decir estas cosas, pero eso era lo que yo sentía. Luego, las aguas comenzaron a enturbiarse. El torrente bravo, valiente, que seguía fluyendo como un milagro de la naturaleza en las páginas de los libros, se acobardó en recodos inesperados al contacto con la realidad. Nada que reprochar, me dije. La biografía y la literatura pueden divergir, separarse para volver a encontrarse… Pero los ídolos dan lecciones de vida también cuando se derrumban. La admiración no cambia, no puede cambiar, porque es legítima, imposible arrancarla sin llevarse con ella nuestro corazón. La admiración no cambia, pero más allá está el frío, el dolor húmedo del abandono y esta insoportable sensación de orfandad.


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