Iglesia y pederastia: ¿a qué espera España?


Pese a preservar el secreto de confesión, la Iglesia católica francesa ha actuado de forma enérgica para abordar el dramático agujero negro de la pederastia en su seno. Por contraste, hace más insostenible todavía la actitud de otras jerarquías eclesiásticas, como la española, que se resisten a reconocer su responsabilidad directa en los daños causados. Por propia iniciativa, la Conferencia Episcopal francesa encargó una investigación a una comisión independiente que ha podido trabajar sin cortapisas. Los datos del informe emitido son abrumadores: al menos 216.000 menores fueron víctima de abusos o violencia sexual entre 1950 y 2020 por parte de más de 3.300 sacerdotes y religiosos, pero la cifra se eleva hasta 330.000 si se cuentan los cometidos por personas laicas que colaboraban con sus instituciones.

Nada permite pensar que la situación en España pudiera haber sido distinta durante los años en los que la Iglesia tuvo un papel determinante y omnipresente en la educación. Desde que en 2002 el diario The Boston Globe destapó el primer gran escándalo de pederastia en la Iglesia de Estados Unidos, se han sucedido las revelaciones y las investigaciones. En algunos casos, como Francia o Alemania, han sido las propias conferencias episcopales las que han iniciado las investigaciones. En Bélgica ha sido iniciativa del Parlamento, y en otros, como Australia o Irlanda, del Gobierno. España es, junto a Italia y Portugal, el país donde mayor resistencia muestra la Iglesia a esclarecer la verdad. Tampoco el Estado ha hecho nada hasta ahora para que se investigue de forma más rápida y segura.

Según los datos disponibles, la proporción de sacerdotes o religiosos implicados en abusos oscila entre el 4% y el 7% del total. La simple extrapolación de esas investigaciones a España predice un panorama de impunidad del que solo ha salido a la luz una ínfima parte. La actitud de la Conferencia Episcopal ha sido siempre tan negacionista como obstruccionista. No solo perpetúa así la vejación sufrida por las víctimas, sino que también desobedece el mandato del papa Francisco. Sus instrucciones de colaboración y transparencia fueron muy precisas y ha vuelto a señalar de forma reciente su vergüenza por “la larga incapacidad de la Iglesia” para afrontar esta cuestión. Salvo algunos obispados y unas pocas órdenes religiosas, la máxima jerarquía española sigue sin querer ver y escuchar, haciendo ostentación de una indiferencia profunda y cruel.

Al permitir y en muchos casos encubrir los abusos, la Iglesia católica traiciona la confianza de las familias que han puesto una parte de la vida de sus hijos en sus manos, y también ha traicionado la confianza del Estado, que le ha concedido el privilegio de intervenir en su educación. El resarcimiento en estos casos no existe ni el daño puede cuantificarse de ningún modo: nada reparará el dolor causado, pero es indispensable la investigación de una herida colectiva que sigue ahí y que nadie ha querido abordar de forma clara y persistente. Lo merecen las víctimas y solo el Estado puede ser su auxilio. El informe emitido en Francia contiene cuarenta y cinco recomendaciones. Es un ejemplo de conducta independiente y rigurosa que sin duda animará a rectificar la desidia con la que en nuestro país se ha abordado ese sangrante problema.


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