El coronavirus sigue el trazo de las rutas áreas. Va cruzando las fronteras, con un intervalo de escalas que equivale a la máxima duración de un vuelo directo. Parte desde Asia y aterriza en Europa, luego en Norteamérica hasta llegar a Sudamérica y terminar en África. Cada dos meses cambia el epicentro de la pandemia. Cuando la ola de nuevos infectados baja, empieza una etapa de jet lag o síndrome transoceánico. Pero en ningún caso se divisa la luz al final del túnel en la puerta de arribos. La crisis por la que estamos pasando no es un viaje en el tiempo entre dos normalidades. Es un punto de inflexión.
Más allá de los mapas nacionales de contagios, las cartografías de la pandemia son esencialmente urbanas. En una reciente investigación, la demógrafa Irina Kalabikhina explica que el impacto desigual en la morbilidad y la mortalidad causada por el coronavirus se debe a factores geo-espaciales, demográficos y socioeconómicos, además de socioculturales y políticos. Cuentan indicadores de género, edad, composición de viviendas, densidad poblacional, proporción de trabajadores esenciales, extensión y tráfico del transporte público, proporción de lugares de reunión pública, ingresos de las familias, condiciones de higiene o grado de contaminación ambiental, entre otros. Son las ciencias sociales, no la epidemiología, las que explican las cuestiones de fondo.
La experiencia en afrontar anteriores epidemias no fueron suficientes en Asia. Según un artículo del Population Reference Bureau, la intensa movilidad aérea y peatonal fueron claves para la propagación rápida del virus desde China a más de 20 países en menos de 15 días. Más de la mitad de la población china habita en ciudades con alto tráfico peatonal. Con 11 millones de habitantes, Wuhan es sólo una urbe más en la lista de 113 megaciudades chinas que superan el millón. Pero la densidad poblacional no es sólo un problema chino. Los asiáticos representan el 69% de la población mundial, pero ocupan sólo el 29% de la superficie terrestre emergida. La pandemia es hija de una hipertrofia.
Con más de 20% de su población mayor de 65 años, longevidad implica mayor probabilidad de enfermedades no infecciosas y mayor vulnerabilidad al coronavirus en Europa. Sin embargo, en Italia, que tiene la segunda población más envejecida del mundo detrás de Japón, la mecha no la encendieron los adultos mayores, sino los bamboccioni. Los grandes bebés —un tercio de los hombres italianos mayores de 30 años— salen a trabajar y viven todavía en el domicilio de sus padres. Esto contrasta con Alemania, donde una quinta parte de la población vive sola. Las densidades penden del hilo de la desigualdad.
¿Por qué Nueva York llegó a 14 veces más muertes por coronavirus que California? Las capacidades para el distanciamiento social son bien distintas del Este al Oeste de Estados Unidos. Nueva York es la ciudad de mayor densidad y con las más altas tasas de uso de transporte público y de concurrencia a restaurantes. “Nueva York crece para arriba, Los Ángeles para los costados”, sostiene el politólogo Andrés Malamud. El sismo migratorio que viene no es el que intentará traspasar el muro desde México, sino la huida desde Nueva York, Seattle, San Francisco y Boston. Los trabajadores remotos buscan ciudades más pequeñas. Son los nuevos refugiados de la pandemia.
La esperanza reside en los 115 proyectos científicos que están en carrera por la vacuna, pero la inmunización planetaria tardará y sólo será efectiva si es finalmente asumida por todos los países como un bien público global
La situación en villas de emergencia, favelas y asentamientos precarios es crítica en Sudamérica. No son los adultos mayores los más expuestos, sino los jóvenes que usan el transporte público para salir a ganarse la vida en la economía informal o en trabajos esenciales. En Brasil, el 31% de las víctimas son adultos jóvenes, una cifra bastante mayor al 5% de España e Italia. En América Latina, la región más urbanizada y desigual del mundo, 104 millones de personas (1 de cada 4 habitantes de zonas urbanas) viven en asentamientos populares. Además de padecer el hacinamiento, los pobres son población de riesgo porque salen a trabajar y son más propensos a enfermedades no infecciosas (obesidad, diabetes, alta presión de sangre o malnutrición). Desigualdad pesa más que longevidad.
Lo que sigue es África. La Comisión Económica para África estima 29 millones de nuevos pobres que se suman a 6 millones de refugiados, 66% de africanos en hacinamiento y sin agua para lavarse las manos y un sinnúmero de conflictos violentos sin acatar al llamado al cese al fuego del Secretario General. Deberán reconvertir sus funciones las siete operaciones de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas que están el continente africano. La enfermedad económica llegó antes que la crisis sanitaria y será más larga en África. Juntas podrían tornarse un desastre humanitario sin precedentes.
La esperanza reside en los 115 proyectos científicos que están en carrera por la vacuna, pero la inmunización planetaria tardará y sólo será efectiva si es finalmente asumida por todos los países como un bien público global, esto es: de acceso universal. Aún así, en un promedio de cuatro a cinco años aparecen nuevas pandemias en el mundo (influenza aviar en 1997, SARS en 2002, H1N1 en 2009, Ebola en 2014 y Zika en 2016). No será un mundo post-pandemia el que viene, sino uno de pandemia permanente.
Si se quiere disminuir el potencial pandémico de enfermedades infecciosas, la cooperación internacional en salud es necesaria, pero insuficiente. En el siglo XXI, los desequilibrios demográficos, territoriales y ambientales se amplifican y retroalimentan con las grandes desigualdades. En los países en desarrollo, no son desequilibrios, son descalabros ya insostenibles. La crisis planetaria debería ser una oportunidad para resetear la cooperación internacional y reorientar su horizonte hacia modelos de ciudades menos desiguales y concentradas, más sanas y sostenibles. Habrá que prestar más atención a una enseñanza que deja la pandemia: se combate lo que no se previene.
Bernabé Malacalza es doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Doctorado en Desarrollo Económico, Universidad Nacional de Quilmes, Argentina.
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