Ignoro cómo son y se expresan los políticos en su vida privada, pero cuando hablan en público imagino que están interpretando un papel. Esto responde al guion férreo que les imponen sus asesores o quizá poseen un margen para la improvisación. No logro interesarme o creerme casi nada de lo que dicen, pero me aburro o me sonrojo de igual manera con la interpretación que realizan en escena. Con sus voces, su tono, su gestualidad. Son actores y actrices mediocres, huecos o cochambrosos. Hay excepciones, por supuesto. En España existió un actor buenísimo, con magnetismo y autoridad, capaz de asegurar según sus conveniencias una cosa y la contraria al poco tiempo. Se llama Felipe González. Nunca le voté (como al resto de su gremio), pero los maestros de la oratoria, de las escuelas de interpretación, de la manipulación de masas, le reconocerían como un superdotado.
Los dones para imantar o convencer al público desde las tribunas institucionales, televisiones y radios de los ministros y ministras (perdón, me olvidaba de las ministres) son inexistentes. Lo que narran es banal, mentiroso o ininteligible, pero la forma de hacerlo es aún peor. Solo encuentro cierto poderío expresivo y presencial en Yolanda Díaz y en Ábalos. Ella va de racional, suave y dialogante, aunque al parecer sea una diabla roja, y él de señor recio y templado. Lo hacen bien.
Son mortalmente tediosos los políticos independentistas. Me divierto únicamente con las pasadas dialécticas del boxeador Rufián. Me resultan tan previsibles como carentes de la mínima gracia los patriotas peperos y sus ardientes colegas de Vox. Aunque reconozco la originalidad de Ayuso. Y debido a mi amor a la estética echaré de menos a la hermosa Arrimadas. Ya sé que repetía sus certidumbres varias veces. Me inspira piedad, tan solita ella en el naufragado barco, con su gente pillando a toda leche un transatlántico que les garantice el sueldo y unas migajas de poder.
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