Irrelevantes

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Rondan la sesentena y están como nunca. En su mejor momento de forma y fondo en oficios donde sabe más el diablo por viejo que por diablo y vale más maña que fuerza. Tienen tablas, criterio y agenda llena de contactos de los buenos. Algunos tienen a los críos criados, la hipoteca pagada y casa en la playa, vale. Pero otros son aún la mortadela del sándwich, sepultados entre la losa de unos padres que ya no se valen y unos hijos que aún no vuelan. Muchos andan estos días tarumbas perdidos. Por una parte escuchan que tendrían que trabajar hasta los 70 para cobrar la pensión íntegra, y por otra, sus empresas les invitan a irse a casa hoy con un buen acuerdo, o seguir currando y arriesgarse a que mañana vengan peor dadas. Lo que nadie les dice pero todos piensan es que ya no interesan y que en el pecado de ser boomers llevan la penitencia. No haber nacido tantos, ni haber cobrado sueldos tan dignos, ni haber peleado tanto por vuestros derechos, les reprochan sin decírselo. Así van creciendo las nuevas hordas de prejubilados voluntarios a la fuerza. Reinventándose con ganas o sin ellas. Apuntándose a senderismo para conocer gente porque muchos, de vuelta a casa tras décadas viviendo en el tajo, se topan con un desconocido en la cama y se quedan aislados. Sintiéndose a la vez envidiados y ninguneados. Mirados con recelo por cobrar, retirados, el doble que otros deslomándose en curros de mierda. Así, también, están las cosas en nuestro Primerísimo Mundo. Y eso que la pandemia lo ha puesto fácil al llevarse por delante solos, ahogados bocabajo en las UCI, a cientos de miles de viejos con el consiguiente ahorro en pensiones. Será por poner las barbas a remojo cuando ves arder las del prójimo. Pero en todo esto pensaba una en la presentación de Los irrelevantes, el libro en el que el colega Guillermo Abril retrata a las víctimas del capitalismo de algoritmo en sus viajes por el mundo. No hacía falta irse tan lejos, Willy. Irrelevantes somos todos.

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