Isabel Pantoja y su hijo Kiko Rivera trasladan a la televisión sus problemas familiares y financieros

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Nadie le pidió un bis, no fuese a ser que lo concediera. De hecho, ocurrió algo insólito. Ella, Isabel Pantoja, se acababa de marchar del escenario y su orquesta seguía interpretando la alegre melodía de Enamórate. Pero la gente se fue a toda velocidad, dejando a los músicos con las notas saliendo de sus instrumentos. Nunca un desalojo de un local con 11.000 personas fue tan raudo. Todo ocurrió en segundos. Ni que alguien hubiese gritado: “¡Fuego!”. Tres horas estuvo sobre el escenario la artista sevillana de 63 años, un concierto excesivo, extraño, por momentos emocionante, en algunos tramos aburrido, casi siempre accidentado.

Dos años sin actuar llevaba la controvertida cantante. Y el relato del recital vino acompañado del melodrama que el personaje merece. Días antes, la angustia por no llenar provocó múltiples llamadas por redes sociales de la protagonista para que sus seguidores comprasen la entrada (de 75 a 150 euros). El último cartucho fue una visita telefónica a Sálvame en la víspera.

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Isabel Pantoja ha llegado a un punto en el que necesitaba medir su condición como artista, sentir que su música no ha sido engullida por esa máquina de hacer picadillo que son los programas televisivos con famosos. Más aún: sus dos hijos (Kiko Rivera Paquirrín y María Isabel Pantoja Chabelita), artísticamente hablando unos mindundis, amenazan con tener más relevancia musical que ella con sus proyectos musicales. En cuanto a repercusión en visualizaciones en YouTube la superan con holgura: la última canción de Isabel Pantoja, Enamórate, tiene 260.000 visualizaciones; la de Kiko Rivera (él, por cierto, estaba en la grada del palacio), un millón; y el debut de María Isabel Pantoja (ella no asistió al recital) bajo el nombre de Isa P, cuatro millones.

Por eso quería ponerse este reto: llenar el emblemático WiZink Center madrileño. Finalmente lo consiguió. De las 12.000 localidades a la venta (en la pista se colocaron sillas de plástico con lo que el habitual aforo de 15.000 se había reducido unos miles) solo se quedaron en taquilla unas 500. El público era una mezcla llamativa: parejas mayores, hijas e hijos cuarentones acompañando a sus madres, modernos, grupos de señoras con abrigos de piel y grupos de señoras con abrigos de paño.

Hubo más dolores de cabeza para la artista. Unas horas antes del recital se rompió, primero la mesa de luces, y luego la de sonido. Se consiguieron reponer contra reloj. Seguramente por todo ello Pantoja salió al escenario muy nerviosa. Ataviada espectacular, eso sí, con un ceñido vestido dorado salpicado de pedrería y con su mítica bata de cola. Suspiraba al término de las canciones, se la veía incómoda.

Los problemas de sonido fueron continuos durante casi todo el espectáculo. Pronto empezaron los gritos de “No se oye” desde el fondo del pabellón. La artista los escuchó en un parón entre canción y canción y dijo: “Parece que los de arriba no oyen. Pues, bueno, lo tienen que arreglar por aquí [y señaló a un lateral del escenario] porque yo no puedo hacer nada”. Unas veces el micrófono no funcionaba, otras los instrumentos sonaban deslavazados, con desniveles extraños. Aquello era un anticlímax. “Las estamos pasando canutas”, llegó a decir.

Sin duda la elección de un recinto tan grande no fue la adecuada. Ella está acostumbrada a locales más reducidos, sobre todo teatros, donde los espectáculos melódicos son más controlables. No acertó en la puesta en escena, algo triste de luces, sin sacar partido estético a una banda de una docena de músicos.

Cuando llevaba una hora de recital, la cantante decidió relajarse y disfrutar a pesar de los inconvenientes. Ahí salió la Pantoja que conocemos, esa que parece que se va a derrumbar, que de hecho agoniza, pero propina un taconazo a su bata de cola y resucita. Cuando logró domar sus nervios estuvo sublime, como en la interpretación de Dímelo. Cerraba los puños, se le hinchaban las venas y cantaba con las entrañas. No fueron aislados estos momentos de coraje.

Cuando llegó el turno de Qué voy a hacer contigo ella se dio cuenta de que ya iba a sacar el concierto adelante. En general estuvo bien de voz. Tiró de veteranía y de inteligencia para dosificarla. En algunas canciones prefirió que las coristas o la gente las cantarán. En otras (Pensando en ti, Marinero de luces, Hoy quiero confesarte…) se dejó la piel y exhibió su poderío de los buenos tiempos. La gente escuchó con pasión de cofradía. Durante dos horas apenas se movieron de sus asientos.

Pocas veces ha visto este recinto un público tan embelesado. ¿Nadie tenía ganas de ir al baño o de tomarse algo fresco? No. Soportaron con paciencia los desbarajustes y disfrutaron con los buenos momentos. Y gritaron: “¡Guapa!” o “¿quieres casarte conmigo?”. Pantoja quiso abarcar demasiado y fue estirando el recital hasta agotar. Interpretó piezas de Juan Gabriel, Manuel Alejandro, José Luis Perales… Tocó copla, rumba, pop, swing… Bailó flamenco…

Los últimos 45 minutos se hicieron muy cuesta arriba. Cuando dijo “me voy a cambiar” y llevaba dos horas y media en el escenario la gente ponía caras de súplica, rostros cansados. Querían irse a casa con, a pesar de todo, un buen sabor de boca. Pantoja no les dejó. Interpretó un innecesario chotis para luego dar paso a los casi cincuenta miembros del Coro de Jóvenes de Madrid. Fue una pena que el micrófono de ella fallase de nuevo estrepitosamente porque esas voces celestiales en Aún quedan románticos y Aleluya fueron maravillosas.

La última canción fue otra vez Enamórate (ya abrió el espectáculo con ella). Esta vez subieron al escenario varios bailarines vestidos de colores. “LGTBI. Esto no lo ha hecho nadie. Solo la Pantoja, con dos pares”, gritó, eufórica, la artista. El resto ya lo hemos contado, con la gente saliendo como alma que lleva el diablo.

“Sí, me ha gustado, pero madre mía, madre mía…”, decía al final una fatigada señora mayor mientras era ayudada por una amiga a bajar las escaleras del palacio.


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