Isla de despropósitos


El Tribunal Supremo considera que el complejo de recreo de lujo Isla de Valdecañas, construido en un paraje protegido de un embalse de Cáceres, debe ser demolido en su totalidad y el terreno que ocupa debe ser restituido a su estado original. La sentencia se conocerá en los próximos días, pero el adelanto del fallo anunciado esta semana supone, por sus efectos, una decisión notable dentro de la larga y a veces trágica historia del urbanismo español. No se conocen precedentes parecidos: deberán ser demolidas 185 viviendas, muchas de ellas habitadas desde hace una década, más un hotel, instalaciones de pádel, tenis, hípica y fútbol, un campo de golf y una marina, aparte de las infraestructuras que dan acceso y servicios al complejo. La decisión del Supremo es el último episodio de un drama judicial que dura 15 años y que nunca debió llegar tan lejos.

El proyecto de resort de lujo se aprobó en 2007 con el apoyo del PSOE y el PP extremeños, a través de un proyecto especial. Se trataba de una zona no urbanizable, ya que estaba catalogada como Zona de Especial Protección de Aves. Una denuncia de las organizaciones Ecologistas en Acción y Adenex puso en marcha el proceso judicial que ha desembocado en esta sentencia. Los jueces tuvieron claras las dudas legales del proyecto desde el principio. La justicia ha dado la razón a los ecologistas hasta en dos ocasiones anteriores: el Tribunal Superior de Justicia de Extremadura (TSJEX) declaró ilegal el plan en 2011 y ordenó paralizar las obras y restaurar los terrenos. La decisión la ratificó el Supremo en 2014. Aun así, la Junta siguió adelante, trató de legalizarlo a posteriori y declaró que era imposible ejecutar la sentencia. Un informe pericial encargado al CSIC para ver cuál era la mejor solución determinó que a largo plazo era menos dañino demoler y restaurar el terreno que dejar la urbanización. Finalmente, el TSJEX decidió en 2020 que la mejor forma de ejecutar la sentencia era dejar funcionando la parte ya construida del resort y demoler solo lo no desarrollado. Esa era la situación cuando el Supremo ha ordenado la demolición completa.

A nadie se le escapan las contradicciones del caso. No es fácil para la justicia decidir dónde está el bien mayor. Por un lado, los ecologistas celebran que se trata de un caso ejemplarizante que servirá como aviso a navegantes en el futuro. Desde luego que lo es. Es una función de la justicia que las sanciones tengan efecto disuasorio, y no habrá promotor o Administración en España a partir de ahora que no tenga en la cabeza Valdecañas antes de firmar un proyecto. Por el otro, el posible beneficio medioambiental de restaurar los terrenos es en un plazo de décadas, mientras el perjuicio a propietarios que compraron de buena fe es evidente y los pueblos de alrededor perderán una fuente de actividad económica. La Junta, es decir, los extremeños, pueden acabar pagando decenas de millones de euros de sus impuestos en la ejecución de la sentencia.

El futuro inmediato es incierto. La primera reacción del presidente de la Junta, el socialista Guillermo Fernández Vara, ha sido anunciar que seguirá recurriendo a instancias más altas, lo que podría retrasar durante años la solución. Puede que consiga que la sentencia nunca llegue a ejecutarse, pero eso no disminuye su valor ejemplarizante ni el golpe que supone a la credibilidad de las administraciones extremeñas. La Junta optó desde el principio (y con tres gobiernos diferentes) por una política de hechos consumados: lleva 15 años defendiendo el proyecto en los tribunales y modificó sus propias normas para abrirle un pasillo legal. Todas las partes en conflicto han actuado en este tiempo como si el futuro de Isla de Valdecañas fuera algo que nos va a definir como país. No es así. Lo que nos define como país es haber llegado hasta aquí.


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