Jazmín trepador

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Me pasa con las peonías y las rosas y los lirios magentas o blancos o amarillos. Me pasa con todas las flores grandes, me parece que mirarlas muy de cerca o mirarlas fijamente raya el mal gusto. Siento pudor cuando miro esos estambres exhibicionistas entre los pétalos abiertos. Esa sexualidad floral casi pornográfica. No me ocurre con las flores pequeñas como las del jazmín trepador que gatea por la verja de la terraza y que preña el aire con un olor dulce que me llega en ráfagas de viento mientras escribo esta columna. Los jazmines siempre huelen más al atardecer, cuando sus flores duras y como de cera exhalan su último aliento que se pierde en la noche.

Los jazmines siempre huelen más al atardecer, cuando sus flores duras y como de cera exhalan su último aliento que se pierde en la noche

Desde mi escritorio veo los jazmines y veo la hamaca blanca que invita a tumbarse cuando el calor castigador madrileño se debilita. Veo incluso un cielo tachonado de estrellas. Solo si me fijo bien me doy cuenta de que en realidad son pequeñas lucecitas colgadas sobre las sillas de madera y la mesa, que dentro de nada estará poblada por un bol de patatas fritas y quizá un botellín de cerveza mojado y frío al tacto. La terraza que veo desde mi ventana es una terraza idílica. Y es idílica porque no es mi terraza.

Mi vecina y yo llevamos unos meses embarcadas en una especie de competición por ver quién decora mejor ese espacio vacío y lleno de aire que le hemos ganado al cielo. Ella tiene la hamaca y yo tengo una tumbona. Ella tiene un toldo y yo una pérgola. Sus luces son como estrellitas y las mías bolas amarillas que parecen la luna fotografiada con el móvil. Las dos somos unas privilegiadas: nos podemos permitir el lujo de tener todas esas cosas porque podemos pagar el alquiler de un cacho de aire en mitad de Madrid.

Pienso haciendo gala de un optimismo impropio en mí, todo el mundo podrá tener dentro de nada su propio trocito de aire y dejará de ser un lujo algo que nunca debió serlo

El mismo concepto de terraza es curioso porque no deja de ser parte de un lugar público de uso particular. Aire privatizado que dispara el precio de los pisos en cualquier portal de internet ahora que estamos de resaca pandémica y todos queremos comprar un poco de espacio a las calles por si vuelven a cerrarlas. Si diseccionamos la idea de pagar por aire parece primero una locura y después una injusticia, porque solo unos pocos pueden permitirse una habitación creada para el ocio, sin techo ni paredes, que solo es útil durante unos meses, cuando no es invierno y cuando no hace demasiado calor. Y el ocio y el oxígeno cotizan al alza. Los balcones y terrazas se han vuelto tan importantes que incluso el Gobierno vasco ha decretado que ahora son un elemento imprescindible para que una vivienda sea habitable. A lo mejor eso hace bajar los precios. A lo mejor, pienso haciendo gala de un optimismo impropio en mí, todo el mundo podrá tener dentro de nada su propio trocito de aire y dejará de ser un lujo algo que nunca debió serlo. Y olerá a jazmín aunque sea aire alquilado. Aunque el jazmín trepador no sea de tu propiedad, sino de tu vecina.

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