Juli y Tamara


La canción del verano de 2005 fue La Gasolina e igual estaba sonando cuando Juli y Tamara se conocieron. Fue en las fiestas de la Virgen del Rosario de Ontígola. Él era hasta entonces tan solo el chico de la Montse, Julito el de los pisos, el chaval que hacía capoeira. Ella tan solo era hasta entonces Tamara “la del C”, la alumna más aplicada de su clase y también la que llevaba los pendientes de aro más grandes y el rabillo del ojo más largo. Pero desde aquella noche fueron siempre juntos.

En el prólogo de su tesis Tamara escribió que nunca le había resultado raro “criarse en un piso de protección oficial, juntarse diez para comer cada día o tener el mismo novio desde los 14″, que eran los años que tenía en aquellas fiestas. Pero, aunque ni para ella ni para Juli fuera extraño, estoy segura de que tuvieron que escuchar muchas veces aquello de que se estaban perdiendo la vida, tan críos y tan ennoviaos.

Los que hemos sido testigos de su historia desde el principio sabemos que ha sido justo al contrario. Que se han sabido acompañar en el paso de la adolescencia a la juventud y de la juventud a la madurez. Que solo juntos han podido superar dolores que a muchos nos quebrarían, porque la vida a veces se da un poco mal. Que sí, que la mayoría de historias de amor encierran alguna verdad, pero la suya aún más porque implica trabajo y esfuerzo. Porque encarna la epicidad menos vistosa pero quizá la más relevante: la de la constancia. Y la sospecha, casi desde niños, de algo que la mayoría de los de su quinta hemos olvidado: que cuando algo se rompe no se tira sino que se arregla.

Supongo que no soy la única del grupo de amigos que habla de ellos cuando se habla de amor, que rozando la treintena es cada vez con más frecuencia porque uno empieza a repasar su lista de fracasos y a darse cuenta de que tanto Tinder como Instagram, que es el Tinder de los que no tienen Tinder, son divertidos solo hasta el tercer scroll. Sospecho que no soy la única que los pone de contraejemplo cuando se comenta que las parejas duran cada vez menos, que las relaciones cada vez son más líquidas porque parece como si le exigiéramos cada vez más al amor a la par que somos, paradójicamente, más incapaces de trabajar y esforzarnos por él cada día.

En junio, 16 veranos después de aquel en el que La Gasolina sonaba en todas partes, Juli y Tamara se casaron en la ceremonia más bonita del mundo, bajo los olivos que él había plantado de crío con su abuelo Evaristo, que era campesino. Viéndola a ella llegar al altar, tan sonriente, y a él tan nervioso esperándola con las manos cruzadas bajo la cintura pensaba en los niños que fueron.

Y pensaba también en que el único orgullo permisible es el de los humildes, porque es el que emana de las cosas importantes. Eso lo aprendí de mis abuelos y era ese con el que se miraban el uno al otro aquel día y con el que el resto los mirábamos a ellos. Porque el amor es de los pocos patrimonios que merecen la pena y de los pocos a los que pueden agarrarse los que, como Tamara, han crecido en pisos de protección oficial. Y porque aunque para ella no sea extraño juntarse diez para comer cada día ni tener el mismo novio desde los 14, quererse como se quieren Juli y Tamara es hoy revolucionario.

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