Julio de la Rosa, un Goya y una insólita canción de cuna

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El cabezón anguloso de Goya preside la estantería principal en el estudio de grabación de Julio de la Rosa. Le acompañan otros trofeos, ejemplares de sus álbumes en solitario o de su ya remota banda El Hombre Burbuja, un par de novelas que también ha sabido alumbrar y hasta Esperando a Inés, el pintoresco álbum de fotografías realizadas desde su habitación, con vistas a la madrileña sierra de Guadarrama, durante los nueve meses en que aguardó la llegada de su primogénita. No es exiguo el currículo de este jerezano que cumplirá en agosto medio siglo y al que hemos interrumpido en plena gestación —nunca mejor dicho— de la banda sonora de Modelo 77, lo nuevo de Alberto Rodríguez. Pero durante la grabación de El apego, el incatalogable álbum que acaba de publicar, le sucedió algo inédito en tres décadas con la música como oficio. Lloró. A mares. Y en el transcurso de estas tres horas de visita a su domicilio, que también es cuartel general, acabará escapándosele alguna lágrima que otra.

Pero ¿qué es El apego? Ni él mismo sabe bien cómo definir esta obra de 49 minutos ininterrumpidos que celebra la llegada al mundo de la pequeña Inés, hoy un diablillo de dos años con unos ojazos que lo escrutan todo y apenas le caben en la cara. No hay precedentes para esta especie de suite que alterna pasajes vocales e instrumentales como tributo paternofilial. Nunca el pop español se había planteado una nana de tres cuartos de hora. O una colección entrelazada de canciones sin título inspiradas en un bebé. O un acto de amor tan descarnado que evita cualquier atisbo de cursilería para erigirse en un elepé conceptual sin parangón. “Es en realidad una carta que le dejo guardada en el cajón”, resume al fin. “Si cuando crezca, un día la abre y encuentra una frase, una sola, que le punce…, me daré por satisfecho”.

Julio de la Rosa en su estudio de grabación junto a su hija Inés.
Julio de la Rosa en su estudio de grabación junto a su hija Inés.Juan Millás

De la Rosa busca entonces con desespero el tabaco de liar. Intenta ganar tiempo, pero los ojos se le han vuelto a empañar. “¿Cómo es posible que apego, una palabra tan humana y hermosa, no apareciese hasta ahora en el título de ningún disco, libro o película?”, se asombra. Quizá El apego sea solo “una canción muy larga”, puesto que además está compuesta en Do mayor y no varía de tonalidad durante todo su desarrollo. Pero esta exaltación de la vida, como envés de “ese cúmulo de traumas, decepciones, inseguridad y palabras feas que todos arrastramos”, le ha convertido en un compositor definitivamente luminoso. Un creador, dice, que huye de empeños épicos y colosales. “El propio Alberto Rodríguez, como Daniel Sánchez Arévalo, me han enseñado que solo en lo pequeño está la grandeza, lo universal”, dice.

El tiempo pasa a cámara lenta, como corresponde a un músico especializado en bandas sonoras, en Villa Helena, el sencillo chalé escoltado por encinas que De la Rosa y su pareja comparten con vistas a la Sierra Norte de Madrid. Helena Goch, actriz valenciana, cantautora e impulsora de la nueva marca de ropa Goch The Brand, reparte café y empatía justo antes de poner rumbo a la guardería. Inés irrumpe en escena un cuarto de hora más tarde entre pucheros, no queda claro si más apremiada por el sueño o el hambre. Pero al final de la mañana regresa a su condición de terremoto. Trastea con el armonio o la tanpura de papá, que colecciona docenas de instrumentos de medio mundo. Y este acaba improvisando para ella una especie de cántico tribal (“so maaaaa soooo ma aaaay”) con el que la chiquilla se descacharra. “Nuestro grupo favorito en esta casa es Tinariwen, la banda de tuaregs”, resume De la Rosa rebuscando en las estanterías de los vinilos.

¿Una estampa de la felicidad? Quizá sí, como se encargan de refrendar Ada y Tula, las dos perras pastoras de la familia, que han recibido al visitante entre brincos, como si le conocieran de siempre, y ahora se repantingan entre ins­tru­mentos, cables y cachivaches con el cuidado de quien sabe que ese no es lugar para estropicios. Hasta el Goya de 2015 por La isla mínima parece sonreír. “Crear es un ejercicio de soledad absoluta, un poco a la manera de Newton”, reflexiona Julio de la Rosa. “Pero reniego de esa visión romántica y decimonónica de la creación como un proceso de sufrimiento y oscuridad. Yo no me miro tanto el ombligo. Creo que el verdadero mérito está en la luz”.

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