La burocracia para comprar dos ovejas que desbrozasen mi jardín

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Cuando cerraron los colegios en marzo, tuve la suerte de irme con mis tres hijos a pasar la cuarentena en una finca familiar cerca de Cenicientos, provincia de Madrid. En cuanto la cosa se fue alargando pusimos Internet por satélite y aquello se convirtió en el paraíso perfecto para teletrabajar mientras los niños construían su herbario. Sin embargo, la primavera era lluviosa, la maleza crecía por doquier, las garrapatas hacían estragos entre los niños contagiándoles la enfermedad del Tibola, y no dábamos abasto con las dos desbrozadoras que compramos; la primera online, para principiantes, y la segunda, de una marca conocida, con repuestos conocidos y servicio técnico presencial, para profesionales. ¿No sería más sencillo tener un par de ovejas que se comieran todo esto? Nos hicimos la pregunta obvia. Y ahí empezó el periplo.

Tira de contactos, busca pastores, habla con ellos… Olvídate. “¿No tienes el código REGA [Registro General de Explotaciones Ganaderas]? No puedo hacerte una guía [un documento de transporte de animales]”. El Topo, hijo de resinero y pastor curtido de Sotillo de La Adrada, después de despotricar contra las múltiples normativas que debe cumplir para que pastoreen sus 1.000 ovejas, me dijo que sin guía no me podía vender ni un par, y que tampoco podía prestármelas: su rebaño está en Ávila, no puede cruzar a Madrid. El Topo no quiere que su hijo adolescente siga sus pasos, los corderos se venden demasiado baratos, los trámites para que puedan comer incluso en terrenos baldíos son excesivos y, además, se deja un dineral en veterinarios para que marquen cada oveja con un bolo que les meten hasta el estómago con el riesgo de herirlas (antes, él mismo podía ponerles el crotal en las orejas). El pastor me ofreció venderme su burro, pero al no tener el código REGA, no puedo comprarlo legalmente.

Mientras la maleza seguía creciendo, al igual que el riesgo de incendios y las garrapatas, también lo hacía la incipiente granja: tras mucho averiguar (“¿buscas gallinas por aquí?”, me preguntan con cara de sorpresa), al menos pude comprar 12 ponedoras rojas a Manolo, el de los piensos, no sé si legalmente, la verdad. En tugallinaonline.es, opción fácil si tienes conexión por satélite, estaban sin stock.

Tanto trámite para dos ovejas me pilló por sorpresa, yo solo quería desbrozar el jardín, así que fui al Ayuntamiento de Cenicientos a corroborarlo. Una señora que esperaba delante de mí me desincentivó a pedir el REGA: lo llevaba esperando un año y me adelantó que además necesitaría un informe de impacto ambiental, otro de un veterinario y otro de un arquitecto que afirme que el terreno es rústico. Cada vez veía más lejos a las ovejas pastando enfrente de casa, pero insistí. El concejal muy amablemente me dio el teléfono de un par de pastores de la zona, sin éxito: sin REGA no me las vendían y les venía muy mal traerlas de prestado.

Finalmente, Borja, un ganadero de Cenicientos, me hizo el favor de prestarme cuatro terneras que comenzaron a comer maleza. No eran ovejas y al principio costaba que no campasen a sus anchas y se comiesen las lechugas de la huerta, a lo que hay que sumar el espectáculo sanferminesco de ver cuatro terneritas de 300 kilos correr jardín abajo.

Exorcizado el riesgo de incendios con el desbroce de las terneras, aún quiero mis ovejas. Y un burro. Legal. Ya instalados, el sueño de la granja es imparable así que hice la “solicitud de licencia de código REGA” para dos burros, cuatro ovejas, cuatro cabras, cinco ocas y 15 gallinas. Al tiempo, vino el arquitecto municipal y dio el visto bueno especificando que la finca está vallada y tiene puertas accesibles. Cuatro meses después acabo de recibir la autorización oficial del Ayuntamiento de Cenicientos. Tras pagar la correspondiente tasa, debo ir a la delegación de Agricultura y Ganadería de San Martín de Valdeiglesias a solicitar formalmente el REGA. Junto al informe de un veterinario que indique los controles sanitarios (también de pago), un plano de situación que especifique lo que voy a tener y dónde, el permiso del Ayuntamiento de Cenicientos ya concedido y el formulario de solicitud, lo enviarán al área de ganadería de Madrid, que será quién me concederá —o no— el permiso, puede que previa visita a las instalaciones. Podría hacer el registro de manera telemática con mi firma electrónica, pero la conexión satélite a veces falla y a estas alturas casi mejor ir en persona, no sea que falte otro papel. También quería poner colmenas, pero para eso necesito iniciar otro trámite, así que mi propia miel tendrá que esperar.

Hasta aquí las anécdotas de una privilegiada urbanita confinada con sus hijos en el campo. Mi reflexión profesional como ecóloga: el control del ganado por motivos sanitarios es imprescindible, incluso para dos ovejas. Obviarlo sería una irresponsabilidad. Dicho esto, a través de este periplo he podido charlar largo y tendido con varias personas dedicadas a la ganadería y la mayoría se queja de la legislación vigente y las dificultades administrativas para poder vivir de su ganado. Todos dicen preferir que se eliminen las subvenciones y vender sus corderos o terneras al precio que valen, y no al mismo de hace 30 años. Evidentemente, para que todo esto sea así existen razones de peso, principalmente de mercado y una normativa europea que no siempre beneficia al campo castellano. Pero, para cuidar a la España vacía de la que tanto se habla, entre otras medidas quizás habría también que facilitar la vida a agricultores y ganaderos, al menos a los de pequeña escala, simplificando requisitos administrativos. Y esto sin hablar de la normativa extra que existe cuando se encuentran dentro de los límites de las áreas protegidas, como hemos demostrado con mi grupo de investigación de la Universidad Complutense. Un ejemplo: un ganadero de Mataelpino, dentro del Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama, fue multado hace un tiempo por arreglar una valla que habían tumbado sus vacas. Tanta normativa favorece un proceso de abandono rural que ya de por sí es difícil de frenar, o desincentiva la nueva ocupación rural. Y en paisajes culturales multifuncionales como el nuestro, el abandono de la actividad agraria tradicional supone, entre otras cosas, la simplificación de paisajes, pérdida de biodiversidad y de generación de servicios ecosistémicos de regulación y abastecimiento. ¿Ocurrirá lo mismo en otros países europeos? ¿Hará falta un REGA, o similar, tan laborioso para que dos ovejas se coman el pasto? Mi marido, de un país con un medio rural vivo como es Argentina, no da crédito. Estoy buscando recursos para investigarlo.

Cristina Herrero Jáuregui es investigadora del Departamento de Biodiversidad, Ecología y Evolución de la Universidad Complutense de Madrid.

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