La ciudad antes conocida como Minneapolis



Un tirón final de coche, 560 millas (es decir, 900 kilómetros) para alcanzar Minneapolis, destino final de la ruta que comenzó en Nueva Orleans y termina en el norteño Estado de Minnesota. El fin y el nacimiento del río Misisipi. Para llegar desde San Luis (Misuri) hay que cruzar todo Iowa, un paisaje interminable de maizales donde empieza la carrera para ser presidente de Estados Unidos. Es una de esas curiosidades de la política estadounidense: los primeros caucuses, o asambleas electivas para conseguir la candidatura del partido, se celebran en esos pequeños pueblos agrícolas y, durante una semana al año, se convierten en algo parecido al centro del mundo.Waterloo, Cedar Falls, Waverly, Nashua. Los indicadores de entrada a las ciudades aparecen por la carretera en un paisaje completamente distinto del invierno. Ya no hay nieve, aspirantes a la Casa Blanca ni centenares de periodistas siguiendo sus pasos. El atardecer de este verano, solitario y en tonos dorados, recuerda mucho más a las imágenes que rodó Clint Eastwood en aquella película de amor, Los puentes de Madison, que también puso aquel trocito de Iowa en el mapa.La entrada en Minnesota es casi a medianoche y, aunque estamos en agosto, la baja temperatura hace evidente que nos hemos acercado a Canadá. Casi 2.500 kilómetros desde la partida en la costa de Luisiana, siete estados recorridos en diez días. “El jazz nació en Nueva Orleans; el zydeco en el bayou; el blues se originó en el delta, mientras que el rock and roll surgió de Memphis”, escribe Paul Schneider en su gran libro sobre el Misisipi, Old Man River, describiendo una ruta similar a la de esta serie por la América negra.Es una pena que Schneider no siga la frase para decir que Minneapolis trajo a Prince. Tenía sentido terminar el viaje en la ciudad de un artista disidente de los estereotipos de raza y género. Una en la que hace un par de meses se desencadenó la mayor ola de movilizaciones contra el racismo en medio siglo.La tarde del 25 de mayo George Floyd murió bajo la rodilla de un policía blanco, que le apretó el cuello contra el suelo durante cerca de nueve minutos mientras el afroamericano clamaba que no podía respirar. Cuatro agentes lo detuvieron como sospechoso de haber tratado de comprar tabaco en un supermercado de barrio, Cup Foods, con un billete falso de 20 dólares. Se encontraba dentro de un coche aparcado frente al establecimiento, en el 3759 de la Avenida Chicago.La calle donde ocurrió se ha convertido ahora en un lugar santo y la tienda que llamó a la policía, en un lugar maldito. “Nosotros hicimos lo que debíamos, no somos responsables de lo que ocurrió después, se enfadan con la gente equivocada”, explica algo desanimado el propietario, Mahmoud Abumayyaleh, dentro del establecimiento. Es 4 de agosto, segundo día que abren las puertas, más de dos meses después de la tragedia. Hicieron una intentona a mediados de junio, pero hubo tantas protestas que cerraron de nuevo. Los manifestantes han vuelto a la tienda, aunque esta vez han decidido seguir adelante.Nada será igual para ese negocio, que lleva 31 años en la ciudad. Toda la acera y la calzada, pobladas de dibujos, velas y flores, se han convertido en un enorme lugar de culto a la figura de Floyd, un hombre de 46 años y vida complicada erigido en un icono mundial de la lucha contra el racismo. Por la mañana han desaparecido los activistas; sin embargo, parejas blancas y grupos de amigas que se intuyen turistas toman fotografías.Food Cups parecía una tienda pequeña desde fuera, cuando estaba tapiada en el fragor de los disturbios en mayo, pero al entrar ves un amplio supermercado, casa de comidas preparadas, venta de tabaco y algunos artículos de electrónica básica. Ahora tienen un portavoz, Jamar Nelson, afroamericano. Según cuenta, el empleado que hizo la llamada a la policía aquel 25 de mayo fatídico no ha sido capaz de reincorporarse y recibe ayuda psicológica. “La gente tiene todo el derecho a estar enfadada, pero se dirige en la dirección equivocada, es hora de que la tienda abra y la gente recupere su trabajo”, insiste.Anteriores entregasMinneapolis se llenó de periodistas aquellos días de incendios y saqueos. No habían llegado tanto y desde tantos países distintos desde la muerte de Prince. Hubo quien escribió artículos preguntándose qué hubiera pensado el artista de todo eso. Prince Rogers Nelson había nacido en 1958 en el norte de la ciudad en el seno de una familia de músicos negros. Su padre, John L. Nelson, era un compositor de jazz procedente de Luisiana y su madre, Mattie Della Shaw, cantante. Sin embargo, muchos medios se refirieron a él durante años como “birracial”, en buena parte debido al personaje de la película Purple rain (1984), que se inspiraba en sí mismo, aunque fuera ficción, y tenía como padres a una pareja mixta.En 1981 el crítico musical Robert Palmer escribió: “Prince trasciende los estereotipos raciales porque, como él mismo dijo una vez: ‘Yo nunca crecí en una cultura particular’. Uno sospecha que, conforme pase el tiempo, más y más pop estadounidense refleja esa orientación birracial”. Prince parecía más bien en ebullición permanente, siempre atribulado, desde su famoso cambio de nombre en los 90 a cuenta de la trifulca con su discográfica de entonces (Warner) -”el artista antes conocido como Prince”- a sus extravagancias de divo. El mito se acabó de cimentar con su muerte, el 21 de abril de 2016, por una sobredosis de fentanilo, un opiáceo que puede ser hasta 50 veces más letal que la heroína. Lo encontraron en el ascensor de Paisley Park, un complejo de salas de grabación y conciertos a 30 minutos de Minneapolis, donde vivía.Desde fuera, parece un gran tanatorio o la sede de una empresa en un polígono. Es un antiGraceland. Sobrio, casi anodino, con el inconfundible símbolo del artista en la puerta como única seña de identidad. Los vigilantes de seguridad, en lugar de las camisetas coloradas de la mansión-museo de Elvis Presley en Memphis, visten trajes negros y corbatas púrpuras. Por la pandemia, y también en contraste con Graceland, apenas hay visitas.Cuesta imaginar a una estrella de su altura acabar su vida entre esas paredes. Prince era muy querido en Minneapolis en buena parte por eso, porque a diferencia de Bob Dylan, también de Minnesota, nunca dejó esa gélida tierra. No se mudó a Nueva York o a California, como parece que marca el guion de personajes como el suyo. Era indomesticable hasta para eso. Poco antes de morir, se había hecho habitual de Electric Fetus, una tienda de música fundada en el turbulento 1968 por unos amigos que querían espolear el nervio contracultural de la ciudad, programando actuaciones, conferencias.Su heredero y actual responsable, Bob Fuchs, de 39 años, habla con melancolía de lo que parecía que iba a ser “una relación duradera”. “Teníamos proyectos en marcha, le gustaba lo que hacíamos, venía a apoyar a menudo, también compraba discos, y la gente respetaba mucho su privacidad, era tímido”, cuenta. Lo último que se llevó a casa fue algo de Stevie Wonder, Santana, Chambers Brothers. En la tienda, volcada en los vinilos, su discografía ocupa todo un expositor. “El llamado sonido de Minneapolis que creó es real. Como ciudad musical, Minneapolis es uno de los secretos mejor guardados, la gente solo piensa en Nueva York, Nashville…”, apunta Fuchs.En el famoso club First Avenue un mural de estrellas recuerda a los artistas que han pasado por allí. En dorado aparece destacada la de Prince y, cerca, uno de tantos con el lema Black Lives Matter (Las vidas negras importan), que brotaron por doquier tras la muerte de Floyd. En la calle Lake, la que más destrozos sufrió, habían desaparecido los escombros y quedaban los solares. La comisaría que quemaron, tapiada, parecía en proceso de rehabilitación. Minneapolis es una ciudad próspera y pronto se reconstruirá lo destruido. Su historia, sin embargo, ha cambiado para siempre.Antes de ir al aeropuerto fui a echar un último vistazo al cauce marrón del Mississippi. Los lugareños hablan de sus aguas turbias con un extraño orgullo. Lo describió muy bien Jonathan Raban en Old Glory, su libro de viajes. “La gente ve en esa agitación una encarnación de su interioridad. Presumen ante los extraños de su perversidad, de su apetito por causar problemas y destrucción, riadas y ahogamientos, hay una nota en sus voces que dice: ’Lo tengo dentro de mí, sé lo que se siente”.


Source link