La decisión de sacar a los militares a la calle desata nuevas críticas contra el presidente Duque en Colombia

Soldados patrullan en las calles de Cali, la tercera ciudad de Colombia, el sábado 29 de mayo.
Soldados patrullan en las calles de Cali, la tercera ciudad de Colombia, el sábado 29 de mayo.Ivan Valencia / AP

Cuando se ha cumplido ya un mes de todo tipo de marchas, protestas, disturbios y bloqueos contra el Gobierno de Iván Duque, el presidente de Colombia ha decidido sacar otra vez a los militares a las calles. Una medida que acrecienta las diferencias con sus críticos ante la represión contra los manifestantes. Después de una nueva jornada de caos y violencia el viernes 29 de mayo, el mandatario viajó ese día hasta Cali, donde hubo más de una decena de muertos, y ordenó militarizar la ciudad y el departamento del Valle del Cauca. Después, de madrugada, extendió en un decreto la figura de la asistencia militar a la policía para otros siete de los 32 departamentos del país: Cauca, Nariño, Huila, Norte de Santander, Putumayo, Caquetá y Risaralda. El decreto también cobija a una docena de ciudades.

La medida, entre otras disposiciones, ordena a alcaldes y gobernadores levantar los bloqueos (barricadas) de carreteras por parte de los manifestantes. El Gobierno lo ha defendido como una necesidad. “Los bloqueos no son una forma de protesta pacífica. Aunque se hagan sin armas y sin agredir, son en sí mismos una forma de violentar los derechos de los demás (…) Por eso, la fuerza pública tiene que intervenir en los desbloqueos”, sostenía el mandatario en una entrevista con EL PAÍS. Para varios observadores la figura de la asistencia militar, a la que se opone el comité nacional del paro que busca abrir una mesa de negociación con el Gobierno, entorpece el diálogo y agrava la crisis. De inmediato provocó reparos de defensores de derechos humanos, juristas, políticos de oposición e incluso algunos alcaldes, que se exponen a sanciones si no la acatan.

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El coro de críticas ha comenzado por la oposición. “El presidente se la juega por la opción de la fuerza, y los alcaldes y gobernadores, que en algún momento podrían mediar el conflicto, quedan incluidos por efecto del decreto, porque están entre quienes tienen que dar orden de desalojo”, ha dicho el senador Luis Fernando Velasco, del Partido Liberal. Su colega Iván Cepeda, del Polo Democrático, ha ido más allá, al considerar que “en la práctica, es un golpe de Estado”, pues a su juicio sustituye la autoridad civil en buena parte del territorio y normaliza los episodios de abusos y brutalidad policial que se han presentado. Para la representante Juanita Goebertus, de la Alianza Verde, “viola la autonomía territorial, prioriza la acción militar sobre la policial en disturbios internos, el uso indiscriminado del toque de queda y de facto toma medidas de conmoción pero evita el control constitucional”.

Tener a los militares en las calles tampoco es bienvenido por gobernantes locales. “Mientras yo sea alcaldesa no habrá militarización de Bogotá, eso es echar leña al fuego”, se ha apresurado a advertir Claudia López, que ha mantenido un pulso de liderazgos con Duque en varios frentes. La capital, sin embargo, no está incluida en el decreto presidencial. “Esto no significa que vaya a haber una militarización de la ciudad”, asegura por su parte Juan Carlos Cárdenas, el alcalde de Bucaramanga, una urbe en el oriente del país que inesperadamente apareció en la lista.

“Vamos a garantizar los derechos de todos, los que protestan y los que no protestan. Cuando ha habido actos de violencia, hemos actuado con la policía para garantizar el orden público”, defiende Cárdenas, que se declara sorprendido por la inclusión de su ciudad, en diálogo con EL PAÍS. “Bucaramanga no ha tenido perdidas de vidas, no registra ninguna desaparición ni sufre desabastecimiento. No logramos entender el criterio, pero es una orden presidencial que hay que acatar”, apunta. “Más allá del decreto, sí creemos que el camino de todo este proceso de protesta social para buscar soluciones, más allá de la misma fuerza pública, es el diálogo con los diferentes grupos que están protestando”.

El decreto contiene “un peligroso vacío”, ha advertido José Miguel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch. “Las órdenes dictadas no incluyen ninguna referencia explícita a priorizar el diálogo, evitar la fuerza excesiva y respetar los derechos humanos”, ha señalado, una grave carencia “que puede tener consecuencias irreparables”. Varios juristas le dan la razón. En esa misma dirección apunta Rodrigo Uprimny, investigador del centro de pensamiento Dejusticia. “Al ordenar levantar a la fuerza todos los bloqueos”, señala, es inconstitucional por varias razones, “pues muchos de ellos están protegidos por el derecho a la protesta, aunque haya otros que lo desborden por afectar desproporcionadamente derechos de terceros”.

La medida es inconstitucional e inconveniente, coincide Catalina Botero, quien ha sido decana de Derecho de la Universidad de Los Andes y relatora de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). “En un Estado democrático primero utilizas todos los medios a tu disposición, y solo cuando resulta indispensable en los bloqueos no protegidos por la Constitución, entonces puedes intervenir con el uso de la fuerza”, apunta. El decreto reafirma la aproximación al estallido social que ha tenido el Gobierno, “en virtud de la cual considera que es un problema de orden público, de bandidos, de vándalos, de personas al margen de la ley organizadas para desestabilizar al Estado. Y por lo tanto desconoce toda la complejidad y la heterogeneidad de lo que está pasando en Colombia”, lo que acaba por alimentar la tensión.

La figura solo podría ser utilizada a través de un decreto de excepción que tenga un control previo de las Cortes, algo que el Ejecutivo obvia en este caso, valora Botero. “Un país democrático no puede poner a los militares en la calle a resolver problemas de orden público si no se dan unas condiciones que son muy excepcionales”, enfatiza. “Se trata de restricciones muy fuertes a los derechos fundamentales. Es una forma de eludir un mecanismo fundamental para la democracia, que es el control de constitucionalidad”.

Los estados de excepción

Para algunos críticos, la asistencia militar ha sido una forma soterrada de acercarse a la figura de conmoción interior, uno de los tres estados de excepción que contempla la Constitución Política de Colombia (los otros dos son guerra exterior y emergencia económica) y que se utiliza en caso de graves perturbaciones internas del orden público. El presidente, con la firma de todos sus ministros, puede decretarla en todo el país o parte de él en caso de que la alteración del orden público “atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado, o la convivencia ciudadana”, y “no pueda ser conjurada mediante el uso de las atribuciones ordinarias de las autoridades de policía”, indica el artículo 213 de la Constitución.

La declaración de ese estado de excepción solo puede hacerse por noventa días y bajo un riguroso control político del Congreso y la Corte Constitucional. En la práctica –como explican expertos– es una forma de militarizar la vida cotidiana y le da facultades extraordinarias al presidente, como la restricción de la libre circulación de personas en lugares y horas concretas o suspender la libertad de reuniones. En ningún caso, dice la Constitución, “los civiles podrán ser investigados o juzgados por la justicia penal militar”, ni se podrán suspender los derechos humanos.

La última vez que se decretó la conmoción interior fue en 2008, durante la presidencia de Álvaro Uribe, fundador del partido Centro Democrático. El entonces presidente ya había recurrido a la figura en 2002. Antes, en 1992 y 1994 lo había hecho el liberal Cesar Gaviria. Pero de acuerdo con Mauricio Villegas, en su artículo Un país en estados de excepción, Colombia vivió bajo esa figura entre 1970 y 1991. Villegas recuerda en ese artículo publicado en el diario El Espectador que durante el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982) ese estado de excepción se convirtió en “instrumento de represión de las actividades ilegales del narcotráfico y la subversión” más que de instrumento de control.

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