La disputa de la conquista


En vísperas de la conmemoración del V centenario del descubrimiento de América, fui nombrado por un sindicato obrero miembro de la Comisión Nacional encargada de organizarla. Desde el Gobierno de Felipe González y Alfonso Guerra habían tenido buen cuidado en evitar la designación de historiador alguno. Las competencias reales eran mínimas, consistiendo en refrendar las iniciativas del grupo ejecutivo que encabezaban el ginecólogo Luis Yáñez y Pina López Gay, orientadas a garantizar el éxito de imagen, minimizando los riesgos. Era preciso evitar debates sobre la conquista, exhibir siempre contenidos positivos y financiar iniciativas en ese sentido, de dudosa eficacia. Hubo miedo del todo injustificado a México. Las precauciones llegaron al último acto, donde la Comisión debía aprobar el balance, antes de desaparecer por ley, pero las cuentas no estaban listas y tampoco había tiempo para revisiones, porque nos esperaba el Rey.

Eran tiempos de triunfalismo. En torno a 1992, todo servía para ofrecer una narración armónica de descubrimiento y conquista. TVE evocó la figura del soldado Gonzalo Guerrero, quien se “indianizó”, al parecer temprano antecedente del mestizaje. Solo que no hubo final feliz y Gonzalo murió como guerrero maya, oponiéndose al conquistador Alvarado. Desde otro ángulo y en la misma línea, el Museo de América presentó una ordenación en que resultaban aglutinados los componentes culturales del mundo prehispánico, en fragmentos temáticos, fundiéndose con los españoles. El sincretismo es una cosa; la diferenciación cultural, otra.

Fue el tiempo del “encuentro” de los dos mundos, ignorando la asimetría que siempre lo presidió. Colón fue muy claro al definir su tarea: “descubrir y conquistar”. Habría sido necesario añadir “explotar”. Los encuentros entre los conquistadores y los gobernantes autóctonos, Moctezuma y Atahualpa, evidenciaron esa asimetría impuesta, culminada por la ejecución de los anfitriones, con Cuauhtemoc en lugar del anterior tlatoani. Sobre el fondo de la catástrofe demográfica, la conquista provocó una desestructuración de las sociedades indígenas, al imponer el ejercicio implacable del poder hispano, político y religioso, a los equlibrios previos. Lo describió gráficamente para el espacio peruano Guaman Poma de Ayala en su Nueva crónica: las formas de reciprocidad precolombinas fueron reemplazadas por circuitos unidireccionales con el poder colonial como receptor.

Es la amarga realidad que refleja a fines del XVIII un dibujo procedente de la expedición Malaspina, hoy en los depósitos del Museo de América: camino de Quito, un español (o criollo) viaja a lomos de indio.

1992, el 12 de octubre, fue también la fecha que marca el punto de inflexión histórico, con la ocupación pacífica de San Cristóbal de las Casas, capital tradicional, por los indígenas chiapanecos (alentados por el zapatismo). La estatua del conquitador Mazariegos fue demolida, inaugurando un uso cada vez más vivo. A partir de la estancia del padre De las Casas como obispo, Chiapas se había convertido en epicentro secular de una oposición al conquistador, a veces con inversión de papeles —el indio buen cristiano y el español judío—, que pervive hasta el siglo XX. En un marco de discriminación étnica, los indios detestaban a los ladinos/españoles (caxlanes, castellanos, hijos de un indio y una perra), y eran despreciados, como perros, por los coletos, la élite de San Cristóbal. Una cascada de tensiones, signo de una desigualdad radical.

La chispa prendió hasta la reciente generalización las movilizaciones contra la conquista, asumidas por presidentes como Nicolás Maduro, de quien más vale olvidarse, y Andrés Manuel López Obrador. Esta es de mayor trascendencia porque viene a quebrar un tiempo prolongado de fraternidad entre México y España, a partir de la presidencia de Lázaro Cárdenas. AMLO es un consumado demagogo que utiliza sus chavianas disertaciones para descalificar al otro, apuntando a objetivos concretos, trátese de centros universitarios o de los nuevos gachupines que en sus inversiones roban a su país. Como prólogo se sirvió de exigir que el Rey de España pidiera perdón por la conquista, lo cual transcurrido medio milenio constituye una simple provocación. Su efecto inmediato es bloquear algo que tan necesario como la revisión crítica de los procesos coloniales, entre ellos del español, así como sembrar odio donde había amistad.

Admitamos que la historia de los imperios coloniales está sembrada de violencia contra los pueblos sometidos, que con el aniquilamiento físico y cultural pueden alcanzar el grado de genocidio. Es útil contrastar otros procesos con el modelo perfecto que diseña y lleva a cabo el rey Leopoldo II de Bélgica en el Congo, durante el último cuarto del siglo XIX. Lo ha explicado Mario Vargas Llosa en El sueño del celta. El “plan preconcebido”, en términos de Raphael Lemkin, consistió en obtener la atribución internacional del inmenso territorio centroafricano, esgrimiendo la falsa pretensión humanitaria de proteger a la población negra de las depredaciones esclavistas. Una estatua del museo excolonial de Bruselas lo representa: el soldado belga salva a la madre negra y a su pequeño amenazados por el alfanje musulmán. Seguirán décadas de desalmada explotación, de esclavitud, acentuada con la extracción del caucho, y prolongando la destrucción tras la independencia, ahora neocolonial, gracias a la feroz dictadura de Mobutu Sese Seko. Un enorme país, potencialmente rico, quedó en ruinas.

La barbarie presente en otras historias coloniales no alcanzó semejante grado de aniquilamiento, aun cuando la matanza de los hereros, y la singular y cinematográfica de los indios de las praderas en Estados Unidos cumplieron sus siniestros objetivos. Ello no excluye la presencia generalizada de episodios genocidas, que en el caso español irían desde la extinción de los taínos a la mortífera reconcentración de poblaciones ordenada por Valeriano Weyler en 1897, siempre en Cuba. Pero no hubo “plan preconcebido” de destrucción de los indios, y las malhadadas leyes de Burgos, de 1512, con sus claves de sometimiento —el requerimiento y la encomienda— fueron sustancialmente modificadas por las Nuevas Leyes de 1542, que provocaron en Perú la insurrección de los encomenderos. Las normas distaron de hacerse realidad, si bien la actitud de la Corona creó un marco de discusión radicalmente nuevo que hizo posible la impugnación desde dentro de “la destrucción de las Indias”. Bartolomé de las Casas condenó en la conferencia de Valladolid, frente a Ginés de Sepúlveda, colonialista moderno, la esclavización del indio a partir de su condición de hombre dotado naturalmente de libertad: Lex Christi est lex libertatis. Y frente a la estimación de Colón de las Indias como “el mayor señorío del mundo”, rechazó tanto esa adscripción feudal para los americanos, encomienda mediante, como para España.

Más allá de los buenos propósitos, la deestructuración de la primera fase no acabó con la “república de los indios”, que además expresó su resistencia, de México a Perú, con el fenómeno cultural de las danzas de la conquista, donde el malo era el conquistador, buenos los jefes indios vencidos, salvándose de tal desgracia solo la evangelización. El espíritu de resistencia hizo posible por fin el indianismo político, que encarnó, ya en nuestros días, la victoria de Evo Morales en Perú. Aun antes de la independencia, tras el hundimiento inicial, germinó en el virreinato mexicano un proceso cultural e identitario novohispano, cuyo emblema, señalado por Octavio Paz, fue la iglesia de la Tonantzntla, cerca de Puebla, donde los dioses aztecas se infiltran en la decoración cristiana, dominándola. Los costes de la colonización no han desaparecido, pero el aniquilamiento del mundo autóctono americano no tuvo lugar.

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