La espía que no fui

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Aunque faltan días para Carnaval, el baile de disfraces se ha adelantado y las máscaras parece que serán sustituidas por millones de mascarillas gracias al enredo de los líderes del Partido Popular, Isabel y Pablo. Se volverán muy populares las máscaras de los dos. En las fiestas pro Pablo, será de buen tono acudir disfrazado de Isabel. Y en las proclives a la presidenta, el disfraz ideal será el de Pablo, pero también se acepta acudir con un cabezón de Teodoro.

Ser tan jóvenes y ambiciosos pueden ser máscaras con las que disimulan su falta de prejuicios los políticos de hoy. Acaba de descorcharse un escándalo de espionaje contra Díaz Ayuso. Lo que ocurre es que no hay nada nuevo en esto: Madrid es una ciudad que tiene algo irresistible para los espías. La célebre cafetería Embassy, hoy desaparecida, siempre fue sospechosa de reunir a lo mejor del espionaje mundial en torno a su pastel de limón. Este caso de supuesto espionaje a la presidencia de Madrid sí podría considerarse el primer caso de espionaje importante de la era post Villarejo. Aunque la del comisario fue otra edad de oro del espionaje madrileño, la presidencia autonómica tiene todo un historial de delación y vigilancia que ha afectado a otras presidencias, como la de Esperanza Aguirre. Como si perdieras un poquito de caché histórico si no eres objeto de espionaje. De alguna manera, te consolida.

En narraciones como esta florecen frases tan lapidarias como huecas. “Lo importante es la familia”, defienden los de Díaz Ayuso y también los de la dirección del partido. Cuando era niño, me encantaba jugar a los espías, siempre con las chicas y chicos más atractivos de la clase, mi familia elegida. Mata Haris y James Bonds, disfrutando de quién espiaba mejor, quién resultaba más audaz y listo. A veces creo que los políticos desean jugar de la misma manera: decidir quién es más osado, más listo. Arropados por la familia. Familia que se espía unida, unida permanece.

Otra familia real, la inglesa, consiguió que no fastidien el jubileo de su reina, pagando a escote un acuerdo fuera de los tribunales, evitándole al príncipe Andrés el juicio público. Virginia Giuffre señaló al príncipe como partícipe de abusos cometidos contra ella cuando era menor. El hijo de la reina siempre negó conocerla. Ninguno le creímos. Tras revelarse el acuerdo, un meme magnífico logro que riéramos un poco. Mostraba una enorme fila de personas alrededor del palacio de Buckingham y decía que miles de súbditos se amontonaban en sus puertas al saber que el príncipe entrega dinero a personas que no conoce. Cosas de familia, otra vez.

Ser familia es complicado. Pero rentable, si no que se lo pregunten a la familia Carrasco. O la de las influencers que se reunieron hace nada en una fiesta, estrenando vestidos y retoques estéticos, como si se espiaran unas a otras para resultar cada una la más arriesgada, la más estilista, la más Instagram. Quedó claro que hay una nueva generación de socialités. Me habría encantado acudir, no tanto para sentirme influencer por un día, sino para aprender cómo se espían en una familia de influencers. Y saber de qué hablan cuando no están creando contenidos. Anna Ferrer, hija de Paz Padilla, otra líder que pelea con su propia familia televisiva, dejó escapar unas frases de apoyo a su progenitora. “No sé muy bien qué va a pasar, son cosas normales”, dijo ante las preguntas sobre el futuro laboral de Paz. Me encanta esa resignación ante los avatares que demuestra esta juventud. Y también me fascina su habilidad para crearse nombres. Como el de Madame de Rosa, otra de las invitadas en el carrusel. Es un nombre por el que denunciaría a quien fuera para apropiármelo. Me viene muy bien como seudónimo. O para convertirme en la espía que no fui.

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