La esposa holandesa

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El señor Hondo había instalado su negocio en un edificio que había quedado vacante después de que la agencia de viajes que lo ocupaba se hubiera trasladado a otro lugar más céntrico. No hizo la menor reforma ni se molestó en quitar los carteles de lugares exóticos que cubrían las paredes. Ni siquiera tiró a la basura los desplegables de cartón que representaban a mujeres hawaianas a tamaño natural ofreciendo collares de flores de colores desvaídos a los posibles viajeros. El señor Hondo trasladó todas sus herramientas desde su antiguo taller, del que tuvo que mudarse por unas humedades persistentes que habían agravado el dolor de sus articulaciones, al edificio Fukuda en un camión alquilado para la ocasión con el que se perdió varias veces en la zona, desconocida para él, hasta encontrar la dirección correcta. Cuando todo lo que le hacía falta para continuar su trabajo estuvo colocado en su sitio, recordó que no había comido desde el desayuno y salió en busca del primer lugar abierto donde tomar algo sencillo. Pensó en onigiris, en anguila, en pizza: sus comidas favoritas. Había llovido y el cielo era de color violeta. Se sorprendió a sí mismo musitando por lo bajo esas palabras: “Ha llovido y el cielo es violeta”. No era la primera vez que le ocurría últimamente. Pensó que quizás había pasado demasiado tiempo desde que mantuviera una conversación con alguien. El señor Tanabe, el hombre que le llevaba las cuentas, con el que había trabajado en los últimos 20 años, y prácticamente su único conocido, acababa de jubilarse y se había ido a vivir con su hija mayor a la prefectura de Yamagata. El día antes de su jubilación, mientras tomaban un café en el patio de su antiguo local, le había entregado una tarjeta con el nombre de su posible sustituto. “Vas a necesitar a alguien, no solo para que te lleve las cuentas”. “¿No solo? ¿Qué quieres decir?”. “Alguien que te recuerde que tienes una voz, una voz real, no solo en tu cabeza”.

Mientras apartaba la cortina que daba paso a un modesto izakaya que olía a cerveza y a anguila asada, el único lugar cercano a su nuevo local de trabajo, recordó las palabras del señor Tanabe y se preguntó dónde diablos habría metido la tarjeta.

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La mujer que esperaba a la puerta de su taller vestía con prendas que no dejaban ver la forma exacta de su cuerpo

El señor Hondo había empezado estudiando Arquitectura en la Universidad de Kioto, pero pronto había cambiado a la Facultad de Bellas Artes. Sabía que no era un artista, pero también era consciente de sus habilidades como dibujante e iluminador. Sus compañeros admiraban su capacidad de, en un par de trazos, reflejar la personalidad de aquellos a los que retrataba, pero por alguna razón que se le escapaba, ninguno de ellos se convirtió en su amigo y raramente le invitaban a las salidas de grupo. Hondo era considerado como un solitario, y él mismo empezó a considerarse así, aunque a veces se preguntaba si lo era realmente. Con el tiempo, dejó de preguntárselo y asumió su soledad, como quien asume una leve cojera o una tendencia natural al ceceo. No tuvo relaciones sentimentales ni físicas con nadie en su juventud y, a medida que avanzaba en la vida, fue olvidando que alguna vez deseó tenerlas. Asumió sin amargura que él no estaba hecho para esas cosas, que le estaban vedadas igual que le estaban vedados los superpoderes de los héroes de los manga que coleccionaba. Solo muy de tarde en tarde, en algunos momentos en los que abandonaba su mesa de trabajo para salir a la calle y estirar las piernas, la visión de una pareja que se fundía en un abrazo o un anuncio en una farmacia representando a dos ancianos que se daban la mano le causaba una extraña emoción no exenta de enfado. Pero enseguida volvía a su calma habitual, como si esos momentos no hubieran existido. Pero al volver al taller y empezar otra vez sus tareas, se daba cuenta de que le costaba más conseguir la perfección que normalmente alcanzaba y esos días dejaba de trabajar en sus encargos antes y se retiraba a dormir temprano, sin más cena que unas bolas de arroz con sésamo, compradas en la konbini más cerca de su casa.

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¿Qué le había empujado a convertirse en el más reputado artesano de su especialidad? Como tantas cosas en la vida, el señor Hondo creía, quizás no de una manera explícita pero sí firmemente que el destino y la casualidad formaban una alianza que había marcado su camino. Al salir de la Universidad, tras unas semanas de desconcierto, había contestado un anuncio en el que se solicitaban los servicios de un dibujante de retratos “rápido y preciso” para una empresa pionera en “esposas holandesas”, término desconocido para él. Sin pensárselo demasiado, por curiosidad, había contestado el anuncio y, rápidamente, concertado una entrevista. El hombre que le había recibido en un austero despacho en pleno centro de Akihabara le había explicado brevemente, algo asombrado de que no conociera lo que el término “esposa holandesa” significaba, que su empresa fabricaba por encargo maniquís de tamaño natural para hombres que habían perdido a sus esposas o que deseaban una compañera de silicona con los rasgos de una mujer, famosa en algunos casos, en otros simplemente de alguien con quien nunca habían podido intimar. La empresa necesitaba alguien capaz de dar el toque artístico de realidad a las caras y a los cuerpos de las muñecas “o mujeres de sustitución”, como las llamaba el empresario. El joven Hondo accedió inmediatamente a hacer una prueba, no sin antes preguntar a qué se debía el nombre de “esposa holandesa”, a lo que brevemente contestó su interlocutor: en el siglo XVII, las esposas de los marineros holandeses fabricaban reproducciones en forma de almohada de ellas mismas para que sus maridos, que pasaban largos meses en el mar, encontraran consuelo. La práctica llegó hasta el mar de Japón y de ahí que a cualquier muñeca con fines sexuales se la llamara así, aunque añadió el directivo: “Solo nosotros hacemos esposas holandesas con el acabado de una mujer real; no lo olvide, Hondo, somos, por así decirlo, el Rolls Royce de las mujeres de sustitución”. El señor Hondo pasó con brillantez las diferentes pruebas a las que fue sometido y pocos años después, cuando el coste de las esposas holandesas en Japón se hizo prohibitivo y toda la producción se trasladó a China, empezó su propio negocio, que solo trabajaba con clientes escogidos y que gozaba de una inmensa reputación en toda Asia por el insólito realismo de sus creaciones. Aunque llevaba más años de los que podía recordar construyéndolas, jamás se le había pasado por la cabeza utilizarlas. De una manera casi supersticiosa, le parecía que el uso de ellas le estaba, como tantas cosas, vedado.

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El nuevo taller era más amplio y diáfano que el anterior y tenía amplios ventanales orientados al este que, por la tarde, llenaban de luz el espacio. Con aquella luz, mientras trabajaba en las caras y los senos de las muñecas, a veces tenía la impresión de que estas fruncían los labios y entrecerraban los ojos para evitar el sol directo. En aquellos días había recibido el encargo de elaborar un ejemplar que fuera lo más parecido posible a la actriz Elisabeth Moss, y estaba enfrascado en conseguir la fascinante asimetría que caracterizaba a la actriz. Llevaba varios días sin consultar su página web y el teléfono no dejaba de sonar, lo que le recordó que necesitaba con urgencia a alguien que se ocupara de todo lo que se ocupaba su antiguo colega, que ya disfrutaba de la jubilación junto a su hija y sus nietos en Yamagata. Se dijo que, costara lo que costara, tenía que encontrar la tarjeta que le había entregado este antes de partir. Aquella noche, antes de cerrar el taller, removió cajas, miró en todos los rincones y revisó los cajones sin éxito. La encontró en el bolsillo de una bata de trabajo sucia y llamó al número que estaba impreso y que correspondía a un tal Akita Fukui. Para su alivio, salió el contestador y dejó un recado, mencionando el nombre de su contable y citando al hombre por la mañana del día siguiente para hablar del posible trabajo. Aquella noche se premió con una pizza okonomiyaki rociada de mayonesa con ponzu, al estilo Hiroshima, en su restaurante favorito. Ni por un momento se le pasó por la cabeza la posibilidad de que el hombre al que había llamado no se presentara o fuera a rechazar el empleo.

Ilustración de Irene Blasco
Ilustración de Irene Blasco

5

La mujer que esperaba a la puerta de su taller debía tener probablemente su misma edad, vestía con prendas que no dejaban ver la forma exacta de su cuerpo, tenía una expresión de suave melancolía y llevaba unas gafas para la presbicia colgadas al cuello con una cadena. Se inclinó ligeramente y cruzó ante ella, creyendo que no era a él a quien esperaba, cuando oyó una voz a su espalda: “¿Hondo san?”, y se giró hacia la mujer. “Sí, soy yo”. Lo dijo en una voz muy baja y tuvo que repetirlo, le pasaba a veces cuando llevaba tiempo sin hablar con nadie y apenas le salía la voz. “Soy la viuda de Akita Fukui, usted dejó ayer un mensaje en su contestador, hace tres meses que ha fallecido… y aún no he tenido la presencia de ánimo para cortar la línea telefónica”. El señor Hondo miraba a la mujer sin saber muy bien qué decir. “Yo también soy contable, ayudaba a mi marido con algunos de sus clientes… y necesito trabajar”. El señor Hondo seguía en silencio, pensando en que quizás le iba a resultar incómoda a la mujer la naturaleza de su trabajo y sobre todo que carecía de las palabras adecuadas para explicárselo. “El señor Tanabe, su antiguo contable, era amigo nuestro, siempre nos habló maravillas de usted y de su dedicación al trabajo, será un honor trabajar aquí”. Con enorme alivio, el señor Hondo hizo pasar a la mujer al interior. Examinó con detenimiento el espacio, mirando con admiración los ventanales, y se acercó a la cabeza de la muñeca destinada a parecerse a Elisabeth Moss. “Es increíble el parecido… La actriz de El cuento de la criada y de Top of the Lake. Tiene buen gusto el que le ha hecho el encargo. Dígame dónde tiene el ordenador y la lista de clientes y cuentas pendientes. Cuando no entienda algo, siempre puedo llamar al señor Tanabe para consultarle. Puedo venir todas las tardes de tres a nueve. ¿Cuándo quiere que empiece?”. El señor Hondo casi esbozó él mismo una sonrisa cuando le dijo a la mujer: “Ahora mismo, si quiere, señora… ¿Me ha dicho su nombre?”. “Hiromi, Hiromi Fukui”. Y así la señora Fukui empezó a trabajar en el taller del señor Hondo, ocupándose con la misma diligencia del señor Tanabe de las cuentas del negocio, hablando con los clientes y proveedores y dejándole a él libre para crear cada vez con mayor precisión los rostros y los cuerpos de las mujeres que hacían soñar a sus clientes. Al igual que con su antiguo contable, empezó a tomar cada tarde, a eso de las cinco, un café con la señora Fukui, momento que esta aprovechaba para comentarle los nuevos encargos y los plazos en los que se comprometían a entregarlos. La expresión de melancolía de la señora Fukui nunca abandonaba su rostro. El señor Hondo se preguntaba si tendría que ver con su reciente viudedad, pero nunca se atrevió a preguntárselo. Pasaron los meses y la armonía entre ambos no hacía más que crecer. De cuando en cuando, él le consultaba detalles de algún rostro que le planteaba dificultades y ella le daba indicaciones precisas que siempre eran de gran ayuda. Pensaba a veces en llamar al señor Tanabe para darle las gracias por la recomendación. Pero como tantas otras cosas que postergaba, nunca lo hizo.

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Una tarde, la señora Fukui no se presentó a trabajar. El señor Hondo se dio cuenta, sobre las cinco de la tarde, de que no tenía el teléfono de la mujer y se preguntó si le habría ocurrido algún accidente. Recordó que tenía todavía el número de teléfono de su difunto marido, así que dejó un mensaje allí al comprobar que la línea seguía funcionando.

Al día siguiente, la mujer llegó por la mañana, con su habitual aire de melancolía aún más acentuada, pidiendo toda clase de disculpas: hacía un año justo que su marido había muerto y se había celebrado una ceremonia conmemorativa. Iba a recuperar las tareas del día anterior trabajando toda la jornada. Y se puso inmediatamente a ello.

Las imágenes grabadas aquella mañana de domingo le proporcionaron el dibujo exacto del brillo de la lujuria

Cuando tomaron el café a las cinco de la tarde, el señor Hondo se atrevió a preguntarle, como si las palabras brotaran de él sin que pudiera controlarlas, si echaba de menos a su marido tanto como en el momento de su muerte. La señora Fukui sonrió con amargura y estuvo callada unos instantes antes de contestar. “Mi marido era un ser profundamente… ordinario, no especialmente listo, ni guapo ni atento. Nuestras conversaciones se reducían al ámbito doméstico. ‘Compra leche semidesnatada, no desnatada’. ‘No te olvides de pagar el recibo del Ayuntamiento’. ‘Llama a tu madre’. No le gustaba la música que a mí me gustaba, ni los libros que a mí me gustaban, ni el arte ni casi nada. No tenía ningún interés fuera del trabajo y la política, y ni siquiera en eso compartíamos el mismo punto de vista. Pero había algo en lo que mi marido sobresalía. Era un amante extraordinario e insaciable. Siempre estaba dispuesto a complacerme. Siempre. Como si todas sus carencias fueran compensadas por una habilidad sexual única. Después de su muerte, he tenido otros amantes, hombres y mujeres, y me he dado cuenta de que nunca gozaré como con él. Es una idea que me resulta insoportable. De día no me acuerdo apenas de su existencia, pero de noche, sola en mi cama, recuerdo cómo me tocaba, el tacto de su pene, recuerdo todo lo que hacíamos, sin hablar apenas, y no puedo conciliar el sueño hasta que llega el día. Por eso he pensado en, si le parece bien, hacerle un encargo”. El señor Hondo, impresionado por la vehemencia de la mujer, asintió sin pensarlo: “Lo que quiera, señora Fukui, lo que usted desee”.

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El esposo de la señora Fukui no era mucho más alto que ella y, como ella había descrito, tenía un rostro realmente anodino. En cuatro semanas, el señor Hondo tuvo listo un muñeco que reproducía en cada detalle el cuerpo y la expresión, algo vacua, de Akita Fukui. Durante aquellas semanas, la mujer se había acercado en algunos momentos hasta el lugar de trabajo del señor Hondo para pedirle cambios sutiles, pero, en general, las fotografías y vídeos que esta le había proporcionado, incluyendo imágenes de sus genitales, habían sido suficientes para crearlo. El día que estuvo listo, un domingo en el que la señora Fukui no trabajaba, el señor Hondo llamó de nuevo al teléfono del difunto marido, dejándole un mensaje. La mujer se presentó inmediatamente en el estudio y en silencio contempló la reproducción exacta en silicona de última generación de su marido yaciendo en el suelo. “No sé cómo pagarle lo que ha hecho”, musitó. “Es mi marido, es él”. El señor Hondo carraspeó: “Hay algo que me gustaría pedirle”. “Lo que desee, estoy en deuda con usted, siempre lo estaré”. Como si el hombre en el suelo pudiera oírlos, el señor Hondo susurró al oído de la señora Fukui su petición. La mujer miró al hombre del suelo y luego volvió la mirada al señor Hondo. “Por supuesto”.

Mientras la señora Fukui se desvestía, el señor Hondo preparó la cámara que utilizaba en contadas ocasiones y la montó en un trípode. Apretó el play y abandonó la habitación.

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Pasó el tiempo y el señor Hondo y la señora Fukui siguieron trabajando juntos en una aún más completa armonía. Con secreto orgullo, el señor Hondo había comprobado que el perenne rictus de melancolía de la mujer había desaparecido y él, por su parte, se levantaba por las mañanas con una energía que no había conocido en sus años jóvenes. Las imágenes grabadas aquella mañana de domingo le habían proporcionado el dibujo exacto de aquello que había echado de menos sin saberlo toda su vida: el brillo de la lujuria, el abrumador poder del deseo en su estado más puro. La mirada salvaje, oscura y animal de la señora Fukui, todo rasgo de melancolía barrido de su rostro, mientras montaba a su marido hecho muñeco le había bastado para comprender qué debía hacer.

A espaldas de ella, creó una muñeca a su imagen y semejanza, cicatrices, caderas anchas, defectos y gafas de presbicia colgadas de una cadena incluidas. Y bastaba recordar un solo gesto de la grabación, hasta el más insignificante, para que esa misma ola de lujuria que había sentido ella le traspasara. El señor Hondo descubrió el placer a la misma edad que muchos hombres lo abandonan y, a veces, se preguntaba si no era esta una manera menos absurda de hacerlo.

Nunca supo si la señora Fukui sabía de la existencia de su doble, pero cuando ambos se jubilaron, debido a sus avanzadas edades, mientras compartían una anguila asada en el local al que solían acudir, ella le regaló la cadena con sus gafas de presbicia. La habían operado de cataratas hacía poco, dijo, y ya no las necesitaba.

Isabel Coixet es cineasta.


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