La hora de los antihéroes


EN JUNIO de 2018, las fuerzas vivas del negocio textil estadounidense coronaban a James Jebbia como mejor diseñador de ropa de hombre del año. Un empresario celebrado como creador. “Nunca he entendido Supreme [la firma de culto skater que creó hace 25 años] como una enseña de moda, como tampoco me considero yo mismo diseñador, pero aprecio este reconocimiento por lo que hacemos”, soltó el galardonado ante las narices de unos Raf Simons, Ralph Lauren, Donatella Versace, Narciso Rodriguez y Carolina Herrera, todos juntos respirando la misma enrarecida atmósfera en el Museo de Brooklyn neoyorquino. Las excusas del Council of Fashion Designers of America (CFDA) no tardaron en hacerse oír. “Para mí ha sido una nominación genuina y honrada, y ha ganado. Y dice mucho de nuestra industria y de la dirección que ha tomado la moda, como también de la creatividad”, salía al paso Steven Kolb, presidente de la institución. La moda reescribiendo la historia del vestir antisistema para que encaje en la narración del capital.

Prendas de la colaboración Supreme/Aquascutum en 2016. Yanis Chabane

Tamaña conspiración se resume así: en enero de 2017, la colección masculina de otoño-invierno 2017-2018 de Louis Vuitton revelaba al fin el resultado de su alianza con Supreme, la firma que encarnaba la contracultura juvenil, y se desataba la histeria. El anuncio de que la inusitada colaboración entre el Goliat del lujo y el David de la ropa de monopatín se iba a despachar en junio en contados puntos de venta redobló la locura. Todo agotado en apenas horas a pesar del desorbitado precio de las piezas, que se disparaba al poco en el ya inevitable canal de reventa digital. Sudaderas a 25.000 euros. A la vista del filón, en octubre la multinacional de capital riesgo estadounidense The Carlyle Group entraba como accionista de la marca: medio millón de dólares por el 50%, que con la maniobra aumentaba su valor de mercado hasta los 1.000 millones (con unos beneficios anuales estimados en alrededor de 100, 10 veces más de los que se les presuponían entonces).

“La firma ya no tiene nada de underground, pero es viral como
un meme gamberro que infecta el estatus”

La jugada se interpretó como alta traición en una escena, la independiente, en la que la credibilidad cotiza por encima de cualquier facturación multimillonaria. La firma se había vendido al sistema. “¡Supreme apesta!”, bramaron las redes. Y Jebbia, taimado fundador, como el que oye llover. Dos años después, la etiqueta conmemoraba su 25º aniversario.“La firma ya no tiene nada de underground, desde luego, porque está a pie de calle y disponible en Internet. Pero es viral, como un meme gamberro que infecta el estatus, la semiótica y el decoro sociales con estética dadaísta, ironía posmoderna, desobediencia insolente y agudos subterfugios allí donde aparece. Un fallo subcultural en el mainstream”, escribe el crítico y comisario de arte Carlo McCormick en el breve prefacio de Supreme, monografía visual que ahora edita Phaidon como coda a los fastos de una celebración nada ruidosa.

El equipo de patinadores de la casa, con prendas de la colaboración Supreme x Louis Vuitton (2017), fotografiados por Terry Richardson.

Lo que la eminencia en cultura pop estadounidense viene a decir es que, aun a pesar de la infamia de haberle puesto precio a la valiosa autenticidad del vestir callejero, la hazaña del tótem del streetwear hay que leerla como lo que es: una transgresión, un truco subversivo e invasivo, de impacto súbito. La esencia misma de esa comunidad instalada en la marginalidad urbana a la que en realidad nunca ha dejado de representar por mandato de las sucesivas generaciones de jóvenes que cuestionan el poder. Además, que los desheredados de la llamada alta moda hagan caja a costa del lujo es muy lícito. Una genialidad.
Alguien dijo que el mundo que hoy habita la industria de la moda es una invención de Supreme. No le faltaba razón. La concepción actual del producto como merchandising, la obsesión por las colaboraciones y el marketing de la anticipación llevan su sello. Si Celine, Burberry o la propia Louis Vuitton andan enrocadas en el dichoso drop, la venta espaciada y con cuentagotas de sus colecciones, es por ella. Cierto que la marca no ha inventado nada de eso. Su primera colaboración, con Nike, se remonta a 2002, mientras que el drop y la cuestión de generar expectación alrededor de un producto son ideas desarrolladas por las firmas de streetwear japonesas a principios de los noventa. Pero Jebbia parece haberles dado carta de naturaleza uniformando a la muchachada de las subculturas nacidas en California al calor del surf y el monopatín desde finales de los setenta. “Eso es porque tiene la actitud precisa, cruda, muy de la manera de patinar las calles de Nueva York”, sentencia el cineasta Harmony Korine, que también glosa aquel “momento supremo” en el libro de Phaidon.

‘Skaters’ del equipo Supreme, a la puerta de la tienda de Lafayette Street en 2013. Atiba Jefferson

El momento era 1994, antes de que el Soho neoyorquino se convirtiera en parque temático para turistas. Curtido en algunas de las escuderías del monopatín, pero también de la moda de la época, James Jebbia (1963, estadounidense con nacionalidad británica) ­inauguraba Supreme en la calle de Lafayette, entre el vestir heterodoxo de la pujante escena skater de Manhattan y su obsesión personal por Helmut Lang. Nunca se trató de una tienda, o no solo, sino de un lugar en el que crear comunidad.

“Mi instinto me decía que aquello era lo que se necesitaba”, suele referir el fundador en las raras entrevistas que concede. O sea, ofrecer a los patinadores la ropa que de verdad querían. Camisetas de factura impecable y gráfica inteligente, sudaderas, gorras y pantalones cargo. Poco a poco, también camisas de franela, jerséis de cachemir, piezas vaqueras de calidad, bombers e incluso camisas Oxford. “Lo que estábamos creando tenía que ser excitante”, puntualiza Jebbia. Con un mínimo esfuerzo ahorrativo, cualquier chaval podía hacerse con un material que, cimentado sobre la integridad, la individualidad y la independencia, dio alas a un exitoso modelo de negocio como la industria nunca había conocido. La escasez de puntos de venta (apenas una docena oficiales en todo el mundo), el producto no menos limitado, la política de colaboraciones (que alcanza incluso a artistas contemporáneos, que han dejado su firma en casi tres centenares de tablas de patín), la férrea devoción por lo que representa y el hecho de que siempre serán más aquellos que lo desean que quienes lo tienen redondean la jugada.

El hecho de que siempre serán más los que desean prendas de Supreme que los que las tengan redondea el éxito de la marca

Hoy, la muy simbólica tienda de Lafayette ya no existe. Cerrada definitivamente el pasado septiembre, con ella se esfuma toda una era. Y, lo que es peor, una identidad de marca. Lo cierto es que cuesta reconocer a esta Supreme que más parece Gucci, también por los precios. Aquel dechado de moda antisistema, que en su día se apropió de la gráfica de la artista conceptual Barbara Kruger —texto en tipografía Futura Heavy Oblique blanco sobre fondo rectangular rojo— para crear su celebérrimo box logo, anda además a la defensiva porque un empresario italiano, Michele Di Pierro, se le adelantó en 2012 registrando la marca para Italia, China y España —­donde opera desde 2018 con tiendas en Madrid, Barcelona, Ibiza y Palma de Mallorca— y ahora le está comiendo su pastel. El asunto lleva en los tribunales desde 2017, con poca fortuna para la enseña original neoyorquina.
Como los males nunca vienen solos, hace poco se destapaba que The Carlyle Group tiene participación en BAE Systems, una empresa de seguridad y armamento que vende bombarderos destinados a la guerra de Yemen. “Una verdadera marca skater jamás participaría del beneficio capitalista a costa del sufrimiento de otros”, denunciaba en enero The Daily Nexus, el veterano periódico de la Universidad de California en Santa Bárbara, que iba a más: “Supreme se ha convertido en todo aquello que combatió una vez: lo mainstream. Y cualquier intento de ofuscarlo o negarlo no es sino una burda maniobra de mercadotecnia”.

Prendas de la colección de 2014. Chris Shonting

“Si hubiéramos expuesto en la tienda un abrigo de piel hace 20 años, los skaters nos la habrían liado y destrozado los escaparates. Ahora la gente joven es mucho más abierta de mente. Estamos intentando crear para la juventud actual, no quedarnos estancados”, se defendía Jebbia el año pasado en una entrevista con la edición estadounidense de GQ. Con los mileniales (y los zetas) hemos topado, claro. Ya sea por su conexión con la narrativa de consumo que toca en estos días, ya sea por morriña, Jebbia puede estar en realidad tranquilo. Ahora que se anuncia la muerte inminente del streetwear —­el diseñador Virgil Abloh dixit—, Supreme ya no tiene nada que perder.


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