La hora de los vigilantes del arte

Una visitante recorre el Museo Can Framis de Barcelona donde la fotógrafa alemana Sophie Köhler ha presentado este lunes su proyecto fotográfico y sonoro.
Una visitante recorre el Museo Can Framis de Barcelona donde la fotógrafa alemana Sophie Köhler ha presentado este lunes su proyecto fotográfico y sonoro.EFE/Toni Albir

En cada exposición, en un museo, me sucede a menudo (por no decir que siempre). Me pregunto cómo viven las horas los vigilantes de sala. A veces hablo con alguno, pero no suelen ser conversaciones propiamente sino un intercambio bastante rápido de impresiones sobre la obra que se ve en esa sala. Casi siempre la vigilante (suele haber bastantes mujeres en este trabajo) se limita, con profesionalidad, a sonreír y decir que sí, que unas cuantas horas con esa obra, cada día, tiene su qué. Me quedo sin saber qué es ese qué. Lo comprendo, no es sencillo hablar de lo que se siente ante una obra, y menos si es tu trabajo. Si estás allí ocho horas, a buen seguro que experimentas todo tipo de sensaciones, tanto si la obra es de tu agrado como si no.

Una vez sí que tuve una conversación con una vigilante, ahora lo recuerdo. Ante unas maquetas de Oteiza, la vigilante de la sala me oyó comentarlas (a veces hablo en voz alta en los museos) y se acercó. Me preguntó entonces si conocía la historia de por qué y cómo fue que en la portalada del monasterio de Aránzazu haya trece apóstoles y no doce. Dije que por lo que yo sabía, cuando fue recriminado por ello por los responsables del monasterio, Oteiza alegó que le cabían trece, que ese espacio era para trece apóstoles y trece habría. Y que me parecía razón suficiente. La vigilante me dio entonces otras razones, a su entender más sólidas, comprometidas con el hecho religioso. Algo relativo a ciertos evangelios basados en el número trece que, la verdad, he olvidado. Pero no a ella, no la he olvidado, la vigilante interesada en la cultura religiosa. No tenía ningún título académico más allá de los estudios de secundaria, dijo, lo estudiaba por gusto. Acabamos con un cierto acuerdo: lo que alegaba yo y lo que alegaba ella no era incompatible.

Si estás allí ocho horas, a buen seguro que experimentas todo tipo de sensaciones tanto si la obra es de tu agrado como si no

Por eso me parece una gran idea la de la fotógrafa Sophie Köhler: retratar a los vigilantes de sala. No con fotos robadas con el móvil ni con prisas, sino hablando con ellos y estableciendo un acuerdo. El resultado se puede ver ahora en exposición, en el museo Can Framis. Köhler la titula Ocho horas con Tàpies. Se les ve, se aprecia su presencia, su cara, su mirada. Y la silla vacía, el asiento en que cada vigilante reposa cuando no está dando una vuelta por la sala o atendiendo a algún visitante o impidiendo las fotos con flash o, también, informado al visitante de esta obra o de la otra. Porque a menudo son estudiantes de Bellas Artes, con el título, terminados los estudios. No los vemos, pero ahí están. Y en la actualidad, antes ya incluso de la pandemia, sus salarios y contratos son miserables. A unos cuantos de estos auxiliares de sala, desprotegidos y a la vez esenciales en los museos, Köhler les da imagen y voz: ha hablado con ellos y sus conversaciones forman parte también de esta exposición.

La palabra enlaza las experiencias de estos vigilantes del arte de cuatro centros de arte barceloneses: el MNAC, el Macba, las fundaciones Mapfre i Tàpies. “No puedes mirar el arte con los mismos ojos con que vas por la calle”, dice Pablo Jesús Ladero, entonces en el Macba. Manolo Ferrús, de la Tàpies, donde lleva tres décadas y que nunca había entrado en un museo, dice que este trabajo le ha hecho “respetar y entender a la gente”. La fotógrafa ha pasado tres años con este proyecto. Solo con tiempo para cada vigilante se puede lograr reflexiones sin pretensión y con criterio, que acostumbran a ser las mejores.

En la actualidad, antes ya incluso de la pandemia de la covid, sus salarios y contratos son miserables

Otra cosa es lo de Núria Güell en la Fabra i Coats. Son vigilantes de sala no por oficio o trabajo temporal, sino como parte de la apuesta de la artista sobre la moralidad del presente en las instituciones: son dos exreclusos, que han cumplido pena por robos de objetos de valor y de obras de arte, y que ahora se encargan de custodiar (no todos los días) la exposición de Güell, titulada. “La banalidad del bien”, de resonancias religiosas. Esta activista del arte, que se mete dentro de todos los entresijos legales del sistema y sus corruptelas de cada día, ahora se ha dado de baja de autónomos y se ha registrado como monja.

Paga menos a Hacienda y se podrá beneficiar del paro y de bajas por enfermedad si es el caso. Los vigilantes de sala especiales que se ha buscado tendrán la misión, cabe suponer, si los visitantes están al caso de su condición ex-reclusa, de atraer la atención sobre los vigilantes y su trabajo en las salas. Todo es bueno, me digo, para lograr que las personas que andan entre obras de arte más o menos no pasen tan desapercibidas. No deja de tener su qué.


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