La impostura de la fe

Las películas protagonizadas por impostores, y más si están inspiradas en hechos reales, como es el caso de la polaca Corpus Christi, siempre conllevan un elemento inquietante relacionado con el contexto social y con conceptos como la meritocracia, la aptitud y la profesionalidad, o incluso con la conciencia de clase. Que un ser humano se haga pasar por otro y los demás se lo traguen tiene mucho de astucia, pero también de desmitificación.

“Se os ve venir de lejos. Sois escoria”, le dice un ciudadano cualquiera en un medio de transporte al joven recién salido de un reformatorio. Es el estigma, el olor a presidio, que decían en la española Todos somos necesarios (José Antonio Nieves Conde, 1956). Y, sin embargo, provocado por las circunstancias, ayudado por la casualidad y apoyado tanto en la intuición como en la audacia, ese delincuente en potencia, quizá aspirante a criminal, cocainómano, violento y fornicador, con la mirada inyectada en sangre, se va a convertir en el nuevo párroco católico de un pueblo con trauma interno. Con éxito de crítica y público: los sermones improvisados y la huida de la mecánica de la repetición despiertan admiración entre los feligreses. Que un ser humano con ese bagaje demuestre saber mucho más de lo que corroe a los pecadores contemporáneos de lo que intuiría un experimentado sacerdote formado en su diócesis, pero quizá metido en un reducto social, profesional y espiritual endogámico, da para paradoja sobre la moral, la fe y la práctica católica.

Candidata al Oscar a la mejor película internacional en la pasada edición, Corpus Christi es una historia sobre la línea que une a veces la pérdida personal y la pérdida de la fe tras la tragedia. Pero Jan Komasa, su director, con ecos de El dulce porvenir (Atom Egoyan, 1997), también con localidad asolada por la muerte, apuesta por el retrato de una comunidad enfrentada a un carismático elemento exterior de peliaguda personalidad interior. Y ahí resultan esenciales el físico afilado, la intensidad de los ojos azules y la sonrisa turbadora del actor Bartosz Bielenia, ejecutor emocional de una notable película donde la culpa, el perdón y el estigma se unen en una figura paradigmática y equívoca.


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