La irresponsable solidaridad


Hace unos días, una plataforma ciudadana (por lo general terrible sintagma) decidió fletar un autobús para ir a buscar refugiados de guerra a la frontera polaca y presentarse con ellos en España. Al llegar, cuenta la periodista María Martín en este periódico, la responsable se puso en contacto con una ONG de acogida que solo pudo ofrecer plazas a 60 kilómetros del lugar escogido previamente por la plataforma. “Ya lo podéis ir arreglando”, “que mueva el culo el Gobierno o quien lo tenga que mover porque me planto con el autobús ahí y no se baja ninguno”, “que empiecen a alquilar habitaciones o lo que sea” fue la respuesta que obtuvo la ONG. No es una repuesta atribuible a todas las plataformas e iniciativas; es, más bien, una respuesta sintomática.

Este es un asunto bien interesante, razón por la cual se mantiene el anonimato de esta plataforma: al fin y al cabo le mueve la mejor intención del mundo. También es una prueba de que en nombre de la buena voluntad se pueden cometer tantas irresponsabilidades que a menudo el objetivo (la acogida) no sólo queda desvirtuado sino que se vuelve en contra. A esta práctica solidaria de coger el coche cada uno por su cuenta e irse a Polonia a recoger refugiados le ha empezado a pasar lo peor que le puede pasar a cualquier actividad solidaria: ponerse de moda. Al punto de que ya no se distinguen quienes actúan de acuerdo a los intereses de los ucranios o quienes actúan de acuerdo a sus propias y públicas directrices morales, la de los héroes que retrató Ignacio Vidal-Folch en Turistas del ideal: pura y autocompasiva campaña propagandística propia.

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De ahí la frivolidad, aun frivolidad de corazones bienintencionados, de ir a buscar refugiados sin dar cuentas a nadie, por iniciativa propia, iniciativa a menudo impulsada por ayuntamientos en rivalidad con el pueblo de al lado; sin programar una ubicación y una subsistencia, sin programar la vida de nadie más allá del primer impulso del feliz recibimiento y la satisfacción del deber cumplido, como si el deber fuese el viaje. De esto se quejan los profesionales que se dedican a la integración de migrantes, como la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR): de los aficionados que mediante grandes acciones terminan fabricando, a la larga, una acción peor. Con la que ni siquiera se sabe si están de acuerdo los propios refugiados. No se trata, dicen fuentes de las ONG, de trasplantar árboles; tampoco de trasplantar poblaciones enteras sin preguntar a nadie, ni a ellas mismas, sobre su porvenir.

Era cuestión de tiempo que las primeras acciones extraordinarias a modo de epopeyas solitarias a la búsqueda de ucranios expulsados de su país por la guerra terminase, en muchos casos, en una especie de fetichismo. Pasa siempre. No disgusta, aunque se nota que obedece a una particular emoción causada por una guerra que tiene una dimensión y una influencia diferentes a la de las otras guerras que provocan la llegada de miles de refugiados africanos para los que no se dispusieron caravanas con tanta urgencia. De eso tenemos bastante culpa los periodistas. Y el llamado kilómetro sentimental y cultural.

Hay, en el contexto de una guerra, una cantidad de historias tristes inasumibles y también unas pocas alegres que merecen, como las otras, ser contadas. Entre estas últimas hay un buen puñado de ellas protagonizadas por gente que ha sacrificado su tiempo para echar una mano a gente que la necesita. Lo único que se recuerda es que el impulso y la improvisación, en estos casos, no puede justificarse por ninguna emoción, por bonita que sea.

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