Fe de padres

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En mi adolescencia, estaba rodeada de mujeres que no se bañaban ni hacían ejercicio cuando menstruaban. Pero a mí la menstruación siempre me pareció síntoma de salud, motivo de alegría, y no solo me duchaba, sino que me metía en piscinas y hacía gimnasia. Nunca tuve dolores menstruales, excepto un día de mis 15 años. Estábamos de vacaciones. Mi padre conducía nuestra camioneta por un camino de tierra en la montaña, en una provincia que pudo haber sido Catamarca. El calor era incandescente. Yo iba en la cabina trasera cuando empezó el dolor. Era como tener en el útero un animal enloquecido con mandíbulas prendidas fuego, y comencé a sangrar de manera extraordinaria. Golpeé la ventanilla que me separaba del espacio del conductor: “Tengo una hemorragia”. Frenos, polvo, puerta que se abre, padres preocupados. Dije, dramática: “Me voy a morir”. No teníamos medicamentos ni manera de saber si era hemorragia o algo normal. Mi madre lloraba. Mi padre me dijo: “Voy a ir muy rápido. Te va a doler porque la camioneta va a saltar mucho. Pero hasta que lleguemos, te vas a concentrar en no sangrar así”. Le dije: “No puedo”. Me dijo: “Vos sos más fuerte que tu cuerpo”. Cerró la puerta, volvió a su asiento y condujo durante tres horas hasta que llegamos a un pueblo. En el trayecto no paré de sangrar ni dejó de dolerme, pero me concentré en la fe que tenía mi padre en mí: yo era más fuerte que mi cuerpo. Con los años me di cuenta de que era una fe falsa. Es la fe de los padres, una fe en la que no creen y que hace que puedan decir a sus hijos: “No te vas a morir, no te va a pasar nada”. Ahora mi padre está cansado. No tiene convicciones ni siquiera para él. Yo balbuceo las mías ―”Todo va a estar bien, todo va a mejorar”― pero mi fe falsa no le sirve. Quizás él me haya olvidado. No a mí, sino a la hija que yo era: alguien siempre necesitado de consuelo. Hay tantas formas de quedarse huérfano.

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