La mirada que crea el mundo

Ava Gardner y Gregory Peck en 'Las nieves del Kilimanjaro', de 1952, dirigida por Henry King.
Ava Gardner y Gregory Peck en ‘Las nieves del Kilimanjaro’, de 1952, dirigida por Henry King.

Un paisaje ofrece una realidad distinta según la mirada de quien lo contempla. Un poeta se detiene solo ante su belleza, un músico percibe la sonoridad del silencio que transporta el aire, un pintor atiende a la luz y a los colores que lo envuelven, un agricultor analiza si su tierra es o no laborable, un especulador lo ve como solar y lo desprecia si no hay la posibilidad de levantar allí una urbanización con que forrarse, un historiador imagina que en ese espacio se libraron grandes batallas, un estratega tiene claro que desde esa cota se podría dominar todo el valle, un arqueólogo cree posible que contenga ruinas enterradas, un ecologista desea que se mantenga intacto como desde el principio de los tiempos y lucha por preservarlo. De este principio se deduce que si no es posible cambiar el mundo con la revolución o con los cañones, se puede transformar con la mirada, un arma a la vez destructora y creativa al alcance de cualquiera.

Por mi parte la primera vez que se me hizo evidente el cambio de realidad que genera la mirada fue en Kenia por donde iba perdido un día por la sabana entre el Kilimanjaro y el lago Nakuru, que se extiende bajo las nubes de flamencos rosados cuando levantan el vuelo. A mi alrededor había toda clase de fieras en libertad, leones, guepardos, hienas, cocodrilos, hipopótamos y yo iba metido en una furgoneta convertida en una jaula, concebida para estar a salvo. Pero sucedía lo contrario. Las fieras corrían, dormitaban, retozaban y me miraban sorprendidas como si yo fuera una fiera capturada que formaba parte del zoo humano.

Algunos debates del Congreso se han convertido en un espectáculo porno, que debería darse fuera del horario infantil a las tres de la madrugada para insomnes viciosos

El poder de la mirada que transforma un paisaje o que te convierte en la alimaña más peligrosa de la sabana, puede aplicarse también cualquier orden de cosas, al arte, a la política, a la historia. Una exposición de pintura cambia de sustancia si la mirada es la de un crítico, la de un simple visitante o la de un coleccionista. No es lo mismo contemplar una pintura abanicándose la papada con el catálogo en plan esteta que analizar la lista de precios con ojos ávidos dispuesto a sacar el talonario. Conocí a un coleccionista a quien se le saltaban las lágrimas cuando decidía comprar el cuadro si excedía al millón de dólares; las lágrimas eran involuntarias, solo que delataban su decisión irremediable dejándolo sin defensas en el trato a merced del marchante.

Sucede lo mismo con la política y en la vida social. En este sentido la humanidad se divide en dos, la mitad sentada en la grada del circo, que puede ser el sofá de casa, y la otra mitad en la pista haciendo de payaso, de domador, de equilibrista, de hombre bala, de tragasables, de monarca, de papa de Roma, de presidente del Gobierno, de rey del mambo cuyas imágenes se multiplican hasta el infinito en todas las pantallas del planeta. Algunos debates del Congreso se han convertido en un espectáculo porno, que debería darse fuera del horario infantil a las tres de la madrugada para insomnes viciosos. La basura política que se da en televisión está sustentada por la mirada de los espectadores. No juzgues, puesto que es uno mismo el culpable. Consuélate con que puedes no mirar, ese es tu poder.

Mi aprendizaje de los orígenes de la guerra no lo obtuve leyendo a Sun Tzu o a Gombrowicz, sino en la propia sabana de Kenia

Cualquiera es capaz de construirse un observatorio particular desde donde puede descubrir a su antojo toda la historia universal. No muy lejos se divisa a Buda debajo de la higuera, a Pericles levantado en el podio del Pnix arengando a los atenienses frente al Partenón. Todos los incendios de la historia están unidos por el mismo resplandor y las mismas cenizas, el del templo de Artemisa, el de la biblioteca de Alejandría, el de la ciudad de Constantinopla, el del Reichstag de Berlín, el de Hiroshima y Nagasaki, el de las Torres Gemelas de Nueva York. Mi aprendizaje de los orígenes de la guerra no lo obtuve leyendo a Sun Tzu o a Clausewitz, sino en la propia sabana de Kenia, en la reserva de Kilaguni, cuando el guía Allen que conducía la furgoneta enrejada descubrió una nutrida colonia de chimpancés a la sombra de una acacia agrupados en torno a un macho de espectaculares encías que les estaba dando una arenga de combate. En la asamblea iba creciendo la tensión ante los gritos que daba el orador mientras señalaba a otro grupo de chimpancés que estaba dispuesto en orden de ataque a pie de una loma cercana bajo el mando de otro simio autoritario. En los dos cuerpos de ejército producían los mismos vítores y aplausos.

– ¿Qué les pasa?, pregunté.

– Vamos a contemplar una gran batalla- me dijo el guía Allen. -Es un asunto entre hermanos. Cuando un buen demagogo los calienta estos monos también pueden llegar al heroísmo-.

– ¿Se van a matar?

– Creo que se aburren si no lo hacen.

Ya que no puedes cambiar el mundo, puesto que todo forma parte del espectáculo, desde el puente uno lo puede recrear a su imagen y semejanza solo con la mirada.


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