La ONU recomienda no volver a la (vieja) normalidad



Que una política de desarrollo es mucho más que una política de cooperación para el desarrollo es algo que todos sabemos. Lamentablemente, los países que consiguen trasladar este axioma a la práctica se pueden contar con los dedos de las manos. Y España, ay, no es uno de ellos.
El Center for Global Development (CGD) –uno de los think tanks más prestigiosos del planeta en este campo– acaba de publicar la 17ª edición de su Commitment to Development Index (CDI, Índice de Compromiso con el Desarrollo). Se trata de un indicador combinado que evalúa a los países de acuerdo con su desempeño en tres categorías: (1) la financiación del desarrollo; (2) el intercambio con los países pobres (comercio, inversiones y migraciones); y (3) su contribución a bienes públicos globales (medioambiente, seguridad y tecnología).
[Pueden acceder aquí a la infografía animada del CDI].
Coincidirán conmigo en que esta fotografía captura de manera mucho más ajustada el impacto que un donante, por importante que este sea, tiene en la prosperidad y el progreso del conjunto del planeta. Por si fuera poco, el CGD ha extendido el análisis por primera vez al grupo de países del G20, lo que permite evaluar el comportamiento de actores tan fundamentales en la geopolítica del desarrollo como China. En total, el índice analiza a 40 países.
¿Cuáles son las conclusiones principales del CDI?
Europa lidera las políticas globales de desarrollo, con Suecia a la cabeza de seis de los siete indicadores del índice. En conjunto, la UE y el Reino Unido copan nueve de los diez primeros puestos, y dejan muy lejos a EE. UU. (puesto 18).Entre los países del grupo de ‘ingreso medio’ –en el que caen nueve de los miembros del G20–, Sudáfrica está a la cabeza, impulsada por su buen comportamiento en el área de la tecnología. Turquía le sigue, en este caso gracias a su generosidad en la recepción de refugiados. China es un caso aparte, como explicamos abajo en el despiece.Los países ricos de Oriente Medio recogidos en el índice golpean muy por debajo de sus capacidades económicas y tecnológicas. Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudí e Israel están al final de la lista, hundidos por el impacto de sus políticas energéticas y armamentísticas, además de su injerencia en los conflictos regionales.El informe de este año incluye una separata dedicada a la contribución de los 40 países a la salud global. La lógica es siempre la misma: ir más allá de la ayuda. En concreto, analiza las contribuciones a la seguridad en la salud global, la financiación de organismos internacionales, la investigación y la política comercial. Suecia vuelve a aparecer en cabeza, aunque en este paquete de indicadores aparecen también campeones improbables como Nueva Zelanda (apertura comercial), Sudáfrica (colaboración con países de ingreso bajo en investigación) o Turquía (esfuerzo en la financiación de la salud global).¿Y España? Nuestro país está en un modestísimo puesto 20 de la lista, ocho por debajo del ranquin de hace dos años. Suspendemos en tecnología, migraciones y ayuda, y nos va algo mejor en inversiones, comercio y seguridad. Solo en medioambiente destacamos con un 96%, el tercero en este ranquin por detrás de Chile y Francia. Cuando se ajustan los datos de acuerdo con la renta del país –y, por lo tanto, a su peso relativo dentro del conjunto– España asciende al puesto número 15 del escalafón. De hecho, el gráfico adjunto muestra cómo España es uno de los países que se sitúan ligeramente por encima del eje de “comportamiento esperado” de acuerdo con su capacidad económica.

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Mapa de países analizados de acuerdo a su posición en el CDI y a su renta per cápita. Los países que se sitúan por encima de la línea diagonal se están comportando por encima de lo esperado para su tamaño. Center for Global Development

El informe del CDI sobre España, sin embargo, debería ser una nueva llamada de atención sobre lo que constituye una tara seria de la acción exterior de nuestro país: la ausencia de una política de desarrollo explícita, estructurada y comprehensiva. Incluso en los indicadores en los que España aparece mejor, la sensación es que cualquier vinculación entre estas políticas y un objetivo declarado de contribución al progreso común es pura coincidencia.
Cada nueva edición del CDI es una constatación de dos argumentos principales: El primero es que el desarrollo se juega en un territorio infinitamente más amplio que el de la ayuda. Pese a ello, las instituciones y los expertos de la cooperación pueden desempeñar un papel insustituible como guías y aglutinadores del conjunto de las acciones del Estado que tienen un impacto en los países pobres. No hacemos investigación sobre salud global pensando únicamente en los intereses de África, pero considerarlos a la hora de asignar recursos y prioridades puede tener beneficios para ambas partes, como demuestra la experiencia de España en el campo de la malaria.
Segundo, que la excelencia de las políticas de desarrollo constituye una seña de identidad de los países que la consiguen. Suecia, Noruega, el Reino Unido u Holanda –por citar solo algunos ejemplos– han hecho de esta herramienta una palanca de su marca internacional, aunque objetivamente pese menos que otras. España ha convivido durante años con esa intuición y llegó a hacerla realidad parcialmente durante los mandatos de José Luis Rodríguez Zapatero. Pero, por alguna razón, esos años fueron la excepción a una regla que continúa hasta el día de hoy.
Si esta inercia puede cambiar a lo largo de esta legislatura está por ver. Los prometedores compromisos de la ministra González Laya ante la Comisión de Cooperación Internacional del Congreso se limitan a estrictamente a eso: los presupuestos y las instituciones de la ayuda. Pero, como demuestran los datos del CDI, este alcance se está muy lejos de ser suficiente. España necesita una POLÍTICA DE DESARROLLO, expertos capaces al frente de ella y el respaldo decidido de la presidencia y el Consejo de Ministros. Y eso no ha sido anunciado ni en esta ni en ninguna otra comparecencia.

Los paradójicos resultados de China

Si se trata de analizar la contribución al desarrollo de las economías emergentes, uno esperaría que China apareciese con letras de pan de oro. Al fin y al cabo, la segunda economía del mundo ha desplegado su influencia en regiones como África y América Latina, gracias, entre otras cosas, a un capital de préstamos acumulado de unos 400.000 millones de dólares. El análisis del CDI, sin embargo, ofrece resultados contraintuitivos: Su posición general es la 35 dentro de la lista de 40 países analizados. Lo sorprendente es que China puntúa muy mal en financiación del desarrollo… y relativamente bien en emisiones de gases de efecto invernadero.
La explicación de estos resultados es doble: calidad y datos per cápita. Por un lado, los altos volúmenes de ayuda china se componen esencialmente de préstamos poco transparentes, no concesionales y atados a la contratación de empresas de este país. Por otro, las magnitudes de su cooperación son menos impresionantes si se considera el tamaño de su economía.
Este mismo recurso a las medias es el que les beneficia cuando se trata de valorar su contribución medioambiental. Aunque el dato nacional agregado sitúa a China entre los países más contaminantes, sus emisiones directas per cápita (9Tm por persona y año) son menos de la mitad de las de los estadounidenses (20Tm por persona y año).
Será interesante comprobar dónde acaba China el próximo año, cuando el CDI capture el compromiso de los países en la respuesta a Covid-19.


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