La palabra ‘guerra’

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La palabra ‘guerra’ nos sacude. La palabra ‘guerra’ suena con esa erre que resuena como un redoble de tambores, un grito de gargantas aguerridas. La palabra ‘guerra’ nos despierta —y despierta— pesadillas olvidadas. La palabra ‘guerra’ nos ataca y, de tantas maneras, nos derrota: la guerra nos derrota. La guerra es esa tempestad en la que todo lo que suele estar detrás da un paso al frente: en la que no hay manera de no ver. La guerra nos cambia la mirada.

La guerra es uno de los grandes temas: desde siempre se han contado guerras, se han cantado guerras, las miramos y admiramos y detestamos tanto, y la palabra ‘guerra’ es otro triunfo de la inmigración, la mezcla de culturas. Los romanos para decir ‘pelea’ decían bellum y en cambio los germanos decían werra; hubo un momento, dicen, en que el ejército romano estaba tan lleno de soldados germanos que su palabra reemplazó a la oficial. Y después werra desbordó a nuestras lenguas: durante siglos hicimos guerras, guerres, guerri. Pero ya no —o eso nos creímos—.

Lo logramos: conseguimos creer, como cada generación de europeos, que las guerras eran cosas del pasado —y ahora esta nos golpea como si fuera algo imposible, y despierta emociones que en general preferimos mantener dormidas—. Una guerra nos hace otros, o nos hace más parecidos a nosotros: ahí está su peligro a la distancia.

Una guerra se impone: presencia ineludible. La seguimos, por supuesto, tratamos de enterarnos, buscamos sus horrores, tanteamos sus secretos, miramos muy mirones sus pequeñas historias. Y entonces, creo, caemos en la trampa. La narrativa de la guerra es una de esas que forman nuestra forma de pensar el mundo: hay buenos y malos, hay héroes y cobardes, hay vencedores y vencidos. Son maneras más o menos binarias, hechas de emociones simples, que esquivan el examen matizado —y, de pronto, se imponen aun si uno no querría—.

Yo, sin ir más lejos, no querría. Yo estoy en contra de las patrias. Me parecen un invento siniestro, la gran manera de engañar a tantos, de manejarlos bajo pretexto de banderas. Y sin embargo, en estos días, me emociono con esos muchachos mal vestidos que dicen que van a defender la suya, que no pueden tolerar que se la ocupen otros. Y estoy en contra de los héroes, y los admiro cuando dicen que están dispuestos a pelear con armas que ni siquiera saben manejar para defender a sus gentes, sus lugares. Y estoy en contra de las armas y me impresiono cuando muestran las que consiguieron para morir por esa idea que desprecio.

(E incluso los soldados. Un soldado es, de algún modo, un estafador: alguien que se pasa la vida preparándose para algo que espera no hacer —y cobra por ello—. Un soldado es, en el mejor de los casos, tan distante: alguien que dedica su vida a la violencia, la jerarquía, los poderes. Y sin embargo en estos días me sorprendo pensando en sus miedos, sus tristezas, la zozobra de doblar una esquina cuando vuelan las balas. Y así nos entregamos y queremos que unos ganen y otros pierdan, y que unos maten y otros mueran, y nos alegramos con situaciones que no deberían alegrarnos y tomamos partido por personas y banderas que ni siquiera conocíamos días antes y odiamos y amamos y sufrimos por ellos lo que no sufrimos por otros que lo merecen por lo menos tanto: nos hundimos de pronto en un raro pantano de emociones que deberían ser ajenas.)

La guerra, creo, nos amenaza las ideas: las ataca, a veces las derrota. Suelen decir que la primera víctima de una guerra es la verdad; quizá lo sean las convicciones. En la paz es más fácil tenerlas; una guerra te lleva a revisarlas, repensarlas. Quizás hay que aceptar que en estado de guerra no se puede juzgar igual que siempre. Quizás hay que aceptar que en estado de guerra no se puede juzgar. Quizás hay que ser cabeza dura y buscar, si acaso, las maneras de creer las mismas cosas aun cuando hay gente que muere, mata, que defiende a los suyos, que se juega la vida por mentiras que, de pronto, se vuelven generosas. O, quién sabe, aprender a callarse.

Más —sin dudas— se perdió en la guerra.

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