Una calle de Kenosha, un suburbio de Detroit y un precioso pueblo llamado Wilkes-Barre, donde los ciervos pasean por el cementerio en pleno centro urbano, cambiaron hace cuatro años la historia de Estados Unidos. La demócrata Hillary Clinton sacó en las elecciones de 2016 casi tres millones más de sufragios que Donald Trump, pero el sistema estadounidense prima el peso de unos territorios sobre otros y el pinchazo en el cinturón industrial estadounidense la liquidó. En un país de 330 millones de habitantes, menos de 80.000 votos en un puñado de condados de Wisconsin, Michigan y Pensilvania inclinaron la balanza hacia el republicano con márgenes que no llegaban ni al 1%.
Hoy, esos tres territorios pendulares, que pasaron de Barack Obama a Trump, vuelven al centro de la batalla. EL PAÍS comienza con ellos una serie sobre los Estados que van a decidir la presidencia del país más poderoso del mundo.
“Yo era demócrata, pero me he pasado a los republicanos. En 2016 no voté a Clinton, no voté a nadie, pero en noviembre pienso votar a Trump. Lo que pasó aquí en Kenosha me hizo cambiar de opinión, además, la gente comenta que el partido rival pagó a la gente para hacer los destrozos”, explica Griselda Román, una peluquera de 47 años que emigró de México siendo adolescente y regenta un salón de belleza.
Kenosha, en el Estado de Wisconsin, al norte del país, es una de las ciudades golpeadas por los disturbios de este verano. La mecha prendió un domingo de agosto, cuando la policía disparó por la espalda siete veces a un hombre negro al que iba a detener, tras meses de protestas por la muerte del afroamericano George Floyd. Las manifestaciones contra el racismo se toparon con la presencia de milicias privadas. Un chico blanco de 17 años acudió con un rifle a poner orden por su cuenta y mató a dos personas.
La gran avenida 22, colindante al salón de Grisela Román, es hoy un camino de solares, establecimientos quemados e inmuebles tapiados por tablones. “Trump ha prometido mano dura, en lo militar y en lo económico es un hombre fuerte. Y he oído que Joe Biden quiere subir los impuestos”, explica la empresaria.
Es sábado, 10 de octubre, y la peluquería disfruta de un cierto trajín, agua de mayo para uno de esos negocios familiares que tuvieron que cerrar por la pandemia. En el televisor suena el diálogo de un culebrón en español. El 99% de su clientela habitual es latina. Cuando se pregunta por los comentarios insultantes del presidente hacia los hispanos, especialmente los mexicanos, ella responde: “Yo sé que no nos quiere mucho, pero…” y rompe a reír.
No elegía el condado de Kenosha a un presidente republicano en 44 años y en 2016 se decidió por Trump, quien supo leer la frustración de la clase trabajadora blanca, empobrecida y castigada por la fuga de la producción industrial, temerosa de la inmigración.
Joe Biden busca revertir ese voto. En el ámbito nacional, aventaja a Trump en los sondeos por siete puntos, según el promedio de Real Clear Politics, y en estos tres sitios clave, Wisconsin, Pensilvania y Michigan, le adelanta en cuatro, cinco y casi ochos puntos, respectivamente. Tras la sorpresa de hace cuatro años, sin embargo, las encuestas despiertan recelos y los expertos predicen con la boca pequeña. La peluquería de Kenosha muestra que, frente a los republicanos desencantados, el presidente aún puede seducir a nuevos votantes inesperados.
“Las elecciones se ganan por los márgenes, especialmente en épocas de partidistas y polarizadas como esta, cuando muy poca gente cambia de lado. Trump aún gana entre los trabajadores de mono azul con un amplio margen, aunque no tan amplio como en 2016. O podría ser un error de los sondeos”, apunta Larry Sabato, director del Centro de Políticas de la Universidad de Virginia.
El condado de Macomb, a 25 minutos en coche de Detroit, en Michigan, es el máximo exponente de este giro de parte de la clase trabajadores hacia el Partido Republicano. Es aquí donde el investigador Stan Greenberg identificó y bautizó en 1985 a los demócratas reaganianos, en referencia a las familias trabajadoras que abandonaron a los demócratas alvotar a Ronald Reagan. Mayoritariamente blanco, católico y muy sindicalizado, era uno de los condados más demócratas en la década de los sesenta; tras la revolución de Reagan ya no volvió a ganar un demócrata hasta Bill Clinton, en 1996.
Un paseo de Mount Clemens, una de las poblaciones del condado, transporta a ese tiempo dorado del gran suburbio americano, símbolo poderoso del empuje de la clase media. Las hileras de casas con banderas de barras y estrellas, los cortacéspedes en los jardines, las delicadas decoraciones de Halloween. Chicos de formación media encontraban un buen trabajo en algunos de esos gigantes automovilísticos de Detroit, podían comprar una casa, un coche y formar una familia, sin lujos pero sin calamidades.
Uno de los vecinos de ese barrio, Scott W. Moses, de 44 años, que se gana la vida reparando motocicletas, no está entusiasmado por Trump pero piensa votarle por segunda vez. “Le seré sincero, no me gustan todas sus políticas y creo que debería dejar de tuitear a las tres de la madrugada, pero ha cambiado la economía para mejor. “Nafta [el tratado comercial entre EE UU, México y Canadá, que data de 1994] es algo horrible que nos pasó y él trata de revertirlo. Quiere dar incentivos fiscales a las empresas que se queden. Es solo un ejemplo. Y, sobre la inmigración, la gente no deja de decir que él quiere que dejen de venir, pero lo que él dice es que vengan por la vía legal”, explica desde su porche, decorado con dos grandes carteles de apoyo al presidente.
Biden no quiere dejar a Trump la exclusiva del discurso económico nacionalista. Frente al “América, primero” del republicano, el demócrata ha colocado el lema del “Made in America” en el dentro de su programa económico. El discurso del Partido Demócrata sobre la globalización también ha cambiado. Ya empezó a hacerlo en 2016, cuando Hillary Clinton admitió los efectos adversos y avanzó cambios sobre el redactado del acuerdo comercial del Pacífico que Barack Obama acababa de promover y nunca se impulsó. Pero no funcionó. Michigan escogió a su primer presidente republicano desde Reagan.
Mike Bradley, un vecino que vive a cuatro manzanas de Scott, cree que esta vez escogerán al demócrata. “La gente, hace cuatro años, no se lo tomó en serio, hay quien lo veía hasta gracioso, y no pensaban que fuera a ganar, pero ahora es diferente y el partido parece mucho más unido”, señala este hombre de 38 años, nacido y criado en el Estado, hijo de un empleado de General Motors. “En esta zona, en concreto, antes veía muchos carteles de Trump, pero ahora veo más de Biden”, añade.
Ante el temor de las encuestas, hay muchos que estos días analizan el número de anuncios en favor de uno u otro candidato en los jardines de las casas. Cada uno tiene sus razones. Desde el porche, muchos no tienen problema en sentarse en las escaleras un rato para contárselas a una periodista desconocida, otro de esos sellos distintivos del suburbio americano. Ese, y las calabazas de Halloween, único símbolo común estos días en los hogares estadounidenses. Hay quien elige a Donald Trump por su mensaje de ley y orden, quien lo hace por haber aprobado la mayor rebaja de impuestos desde la era Reagan, quien lo elige porque simplemente es republicano y ha votado a los republicanos toda su vida. El presidente goza de un ratio de aprobación del 94% entre los votantes de su partido.
“A los estadounidenses les gustan los líderes fuertes y Trump proyecta fuerza. Pero también produce división y caos y eso no les gusta. Él ha disfrutado tres años de prosperidad económica y, aunque ahora hay una recesión, aún se le reconocen méritos por el crecimiento. La pandemia ha sido un desastre para él, ningún presidente la podía parar, pero él la ha empeorado, incluso después de haberse contagiado él mismo, sigue sin dar ejemplo sobre las mascarillas y otras políticas”, apunta Larry Sabato.
Republicanos contra Trump, una plataforma que hace campaña contra el presidente, ha recibido muchos testimonios de votantes arrepentidos. Bill O’Boyle, un veterano reportero y columnista de Times Leader, el diario de Wilkes-Barre (Pensilvania), uno de esos sitios cruciales en 2016, cree que son la minoría. No cree que haya que fijarse, dice, en el desgaste de Trump, sino en el empuje demócrata, para tratar de adivinar lo que puede ocurrir el 3 de noviembre. “Sigue siendo muy popular aquí, sus seguidores no han desaparecido, la diferencia la pueden marcar los demócratas que salgan a votar. Donald Trump podría obtener en Wisconsin, Michigan y Pensilvania cada uno de los votos que obtuvo en 2016 y, aún así, perder las elecciones”, opina.
Wilkes-Barre, de 40.000 habitantes, es la principal ciudad del condado de Luzerne, que no escogía un presidente republicano desde 1988; había votado a Barack Obama en 2008 y 2012, pero hace cuatro años dio un vuelco. El paisaje verde y montañoso, la pequeña universidad y las casas cuidadas lo retratan como un punto idílico de Pensilvania, aunque las naves cerradas y los locales vacíos dan cuenta de los estragos económicos de las últimas décadas. The Forgotten (Los olvidados), un libro de Ben Bradlee Jr. escrito justo después de las elecciones, describe la crisis sufrida cuando las minas de carbón empezaron a cerrar y las fábricas en las que trabajaban los familiares de esos mineros siguieron el mismo camino. La fábrica de lápices Eberhard Faber se fue a México a mediados de los ochenta. Los ingresos de los hogares del condado quedaron estancados desde 2000 y, en paralelo, la población hispana se multiplicó por 10.
Que Trump, un magnate inmobiliario de Nueva York, hijo de un millonario, famoso por su ostentación fuese el hombre que conectase con esos anhelos constituye uno de esos fenómenos políticos de 2016. Joe Biden trata de cambiar el relato. El candidato demócrata, que nació en una ciudad Pensilvania llamada Scranton, otrora también bastión industrial, agita la idea de que estas son las elecciones de “Scranton frente a Park Avenue”. “Bueno, aquí nadie sabía que Biden era de Scranton hasta que se presentó a candidato por primera vez, en 2008”, se queja O’Boyle.
Este año, Pensilvania es uno de los Estados en los que estos días se pueden observar largas colas de ciudadanos esperando a votar de forma anticipada. La enfermera Bonnie Fasulka, de Wilkes-Barre, lo hizo el pasado miércoles por la mañana, y lo hizo a Joe Biden. Lleva cuatro años preguntándose lo que ocurrió en 2016. “Aún estoy sorprendida, conozco a mucha gente que le votó, y no sé, decían que era porque Trump no es un político, porque es provida… Ahora, en realidad, ya casi no hablamos de política”, explica la mujer, de 61 años. Trabaja en un laboratorio, precisamente con pruebas de covid-19 y percibe la particular brecha política en la concienciación sobre la enfermedad. “No es que crean que es un invento, pero sencillamente no lo ven tan grave”, apunta.
El candidato Biden y su esposa, Jill, volvieron a hacer campaña por el condado de Luzerne este sábado. Tenían previsto hacerlo acompañados de Jon Bon Jovi. Hace unos días, también contaron con Magic Johnson para Michigan. Como ocurrió en 2016, los nombres conocidos apoyan a la candidatura demócrata, pero el 3 de noviembre su voto vale tanto como el de la peluquera de Kenosha, el columnista de Wilkes-Barre o el vecino de Macomb.
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