En 2010, durante la ceremonia de firma de la Ley de Asistencia Sanitaria Asequible, se pudo oír al entonces vicepresidente Joe Biden decirle al presidente Barack Obama, “Esto es algo grande”. Y tenía razón. Ahora que ocupa él la presidencia, Biden ha estado al frente de tres grandes iniciativas. Tras varios años durante los cuales la frase “¡Semana de las infraestructuras!” se convirtió en una broma, aprobó una importante ley de infraestructuras. También aprobó una ley para fomentar la producción estadounidense de semiconductores sofisticados. Y lo principal: el Congreso dio el visto bueno a la Ley de Reducción de la Inflación, que a pesar de su nombre es sobre todo una disposición sobre el clima. Por fin estamos tomando medidas reales para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, muchos observadores, yo entre ellos, nos hemos preguntado si la política climática de Biden es lo bastante grande. Los medios suelen utilizar un lenguaje hiperbólico para referirse a cualquier programa que implique gastar cientos de miles de millones de dólares. Por eso la iniciativa de Biden, que la Oficina Presupuestaria del Congreso calcula que supondrá alrededor de 400.000 millones de dólares de desembolso relacionado con el clima, ha recibido el calificativo de “descomunal”. Pero el gasto se repartirá a lo largo de una década. Y la oficina de presupuesto prevé que el PIB acumulativo de la década que viene superará los 300 billones de dólares.
Por lo tanto, estamos hablando de gastar solo un poco más de una décima parte del 1% del PIB. ¿Es posible que esto sea suficiente para marcar una verdadera diferencia a la hora de hacer frente a un peligro para nuestra existencia? Pues bien, hay dos razones para creer que la política climática puede ser algo mucho más grande de lo que las cifras dan a entender. Pero también hay motivos para preocuparse por que pueda quedarse corta, no porque el gasto sea insuficiente, sino a causa de un factor limitador decisivo: una red eléctrica inadecuada.
La primera razón para creer que la política de Biden puede ser algo grande es que llega en un momento tecnológico crucial. Hubo un tiempo en que parecía que para limitar las emisiones de gases sería necesario tomar decisiones difíciles, que habría que conseguirlo en gran medida mediante el ahorro y el aumento de la eficiencia energética, lo cual, a su vez, exigiría poner un precio considerable al carbono, ya fuera gravándolo fiscalmente o mediante un sistema de limitación y comercio de derechos de emisiones en el que los emisores tuvieran que comprar permisos. De hecho, seguiría habiendo buenas razones para gravar el carbono si eso fuera factible desde el punto de vista político.
Pero los avances de las energías renovables y las tecnologías relacionadas con ellas, en particular las baterías, hacen que ahora parezca casi fácil conseguir una economía de bajas emisiones. Actualmente no nos cuesta imaginarnos una sociedad en la que la gente conduzca vehículos eléctricos y cocine en placas de inducción utilizando la electricidad generada por paneles solares y turbinas eólicas, y no tenga la sensación de estar haciendo un sacrificio. Por tanto, la función de la política pasa a consistir en acelerar esta transición, en empujarnos más allá del punto de inflexión hacia una economía sostenible. Y esto no tiene por qué exigir grandes cantidades de dinero público, solo lo suficiente para actuar como una especie de catalizador del cambio.
Una segunda razón, en cierto modo relacionada con la anterior, para pensar que la política climática de Biden es grande es que, en realidad, el programa no obliga a gastar 400.000 millones. Lo que hace, sobre todo, es establecer las condiciones en las que los consumidores y las empresas pueden disfrutar de desgravaciones fiscales por pasarse a las tecnologías verdes. La cifra de 400.000 millones se basa en un cálculo de cuántas personas se beneficiarán realmente de esas bonificaciones, y dado el ritmo espectacular de los avances tecnológicos, al final ese cálculo podría quedarse corto.
Un informe de Credit Suisse indica que las desgravaciones podrían “impulsar unos niveles de actividad muy superiores” a los previstos, y que en realidad el gasto federal relacionado con el clima podría ascender a 800.000 millones de dólares o más. A esto se añade que puede producirse un efecto multiplicador, ya que las empresas privadas hacen inversiones complementarias de las que reciben directamente la bonificación, por lo que Credit Suisse considera que, en realidad, el tamaño del plan de acción climática puede situarse más bien en torno a los 1,7 billones de dólares. Por tanto, es posible que el programa de Biden sea mayor de lo que parece. Lo cual es bueno, dada la importancia del asunto.
Ahora lo que me preocupa. Estados Unidos tiene por fin una estratégica climática seria. Sin embargo, esta depende no solo de que la energía solar y eólica se expandan, sino también de la conexión de estas fuentes de energía a la red eléctrica. Pero la red eléctrica estadounidense no tiene capacidad suficiente y, en general, es un desastre. Esto se debe en parte a que en realidad no existe una red estadounidense. Las inversiones en transporte de electricidad están, en palabras de un informe de Reuters, “controladas por una intrincada maraña de reguladores locales, estatales y regionales con importantes incentivos políticos para contener el gasto”. Y este sistema regulador no se diseñó para gestionar la afluencia repentina de nuevas fuentes de energía. En consecuencia, solamente obtener el permiso para conectarse a la red puede tardar años.
Así es como yo lo veo: de repente, un futuro con energías limpias parece posible de la noche a la mañana gracias a un milagro tecnológico y a un milagro político (el éxito de los demócratas, a pesar de las estrechísimas mayorías en el Congreso, a la hora de aprobar leyes que resultan ser incluso mejores cuando se examinan). Pero puede que necesitemos un tercer milagro, un milagro burocrático, para poner a punto la red eléctrica y hacer que todo esto funcione.
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