La resurrección del cadáver exquisito de Dora Maar


En la página del pequeño listín de direcciones y teléfonos encabezada por la letra b están André Breton, Brassaï, George Braque y Balthus. Bajo la c destacan Jean Cocteau y Douglas Cooper. Los contactos de Nicolas de Staël, Tristan Tzara, Alberto Giacometti, Óscar Domínguez, Paul Éluard, Chagall y Lacan también aparecen anotados con caligrafía redonda, y más de una falta de ortografía, en las pequeñas páginas que la periodista y escritora Brigitte Benkemoun sacó de una funda de tela guardada en su bolso la semana pasada en Madrid. Esa agenda con una deslumbrante presencia del mundo artístico e intelectual del siglo XX es el eje vertebral de su libro En busca de Dora Maar (Taurus), una suerte de retrato individual y colectivo al que llegó de forma azarosa, como mandan las reglas de cualquier juego surrealista que se precie. “La he traído conmigo porque hay gente que piensa que me lo he inventado”, explica sonriente.

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El esposo de Benkemoun había perdido su querida agenda, ella trató de comprarle una igual, pero ya no se fabricaba con la misma piel y acabó encontrando una en la plataforma de compraventa eBay. La que recibió tenía inserto en un bolsillo un listín telefónico de 1951 y, sorprendida por los nombres que allí encontró, indagó. Los contactos anotados de un fontanero, un marmolista, una peluquera o un veterinario la convencieron de que no se trataba de un artista bohemio ni maldito, sino de una mujer. Y fueron las señas de un arquitecto de Ménerbes la pista definitiva que le llevó a concluir que aquella agenda había pertenecido a Theodora Markovitch (1907-1997), la artista conocida como Dora Maar, que residió en aquella localidad francesa en esas fechas.

Criada en Buenos Aires, hija de un croata y una francesa, Maar es una figura indispensable de los círculos surrealistas y vanguardistas del París de principios del siglo XX. Su carrera como fotógrafa estaba firmemente asentada cuando se cruzó con Pablo Picasso en el café Les Deux Magots. Maar plantó su mano abierta y enfundada con un guante en la mesa y comenzó a clavar un cuchillo entre cada uno de sus dedos sin importarle cortarse. Picasso se llevó esa noche el guante ensangrentado. “Aquello fue un juego perverso”, dice Benkemoun. Compañera de Picasso de 1936 a 1945, esa relación marcó un punto de inflexión radical que llevó a Maar a abandonar la fotografía en favor de la pintura, un campo en el que obtuvo escaso reconocimiento. La ruptura con el pintor la arrastró a la locura, al misticismo y a la reclusión. “Picasso sentía que la fotografía no era arte sino técnica y, como también hizo con Brassaï, la animaba a pintar”, argumenta Benkemoun, que cita la biografía sobre la artista escrita por Victoria Combalía. “Maar trajo la voluntad y la conciencia política que Picasso no tenía necesariamente. Sin Dora y sin Paul Éluard no habría Guernica. Y estoy segura de que ella estaba muy feliz cuando estaban trabajando en esa obra, sentía que estaba pintando con él, que lo hacían juntos. Cuando Picasso terminó el Guernica la sacó del estudio”.

En su libro, Benkemoun defiende que Maar no fue solo víctima del genial pintor español, ya que ella se entregó de forma voluntaria. “Picasso para ella fue una bendición y una maldición. Maar no era tan independiente y también era manipuladora. Algunas mujeres y algunos hombres disfrutan sufriendo”, asegura antes de recordar la entrevista que mantuvo en Nueva York con el biógrafo y amigo de Picasso, John Richardson, en la que al despedirse él le dijo: “Nunca olvides que Dora era masoquista o no la entenderás”. La relación que la artista había tenido con Georges Bataille, previa a Picasso, aumentó su capital erótico y sembró la duda sobre su gusto por el sadomasoquismo.

Dora Maar retratada por Man Ray.

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Sea como fuere, Benkemoun no duda de que el pintor malagueño “utilizaba a las mujeres y no solo a ellas, porque absorbía y fascinaba a quienes le rodeaban”. Hasta ahora, enfatiza la escritora, que trabaja actualmente en un libro sobre otra de las mujeres de Picasso, Marie-Thérèse Walter, la pregunta era cómo se comportaba el artista con las mujeres, pero en los últimos años la cuestión es más bien por qué era así con ellas. “Lo más importante para él era la pintura y todo estaba al servicio de esto, chupaba la fuerza vital de sus mujeres, se alimentaba de ellas y cuando sentía que ya no quedaba nada las dejaba”, dice. “Por un lado, hay historiadores del arte que consideran que si cuestionas este aspecto de Picasso no entiendes nada. Por otro, hay feministas que creen que si no le calificas como monstruo eres complaciente”. ¿Y ella? “No hay que olvidar que Picasso nació en el siglo XIX, eso determina muchas cosas. Los historiadores que rechazan la discusión se equivocan, pero decir simplemente que era monstruoso no explica nada”, responde. “El aniversario de Picasso el año que viene va a ser duro, la estatua del genio se va a llevar unos cuantos golpes”.

“Bella, inteligente, arisca, obstinada, apasionada, irascible, altiva, inflexible, exaltada, orgullosa, digna, culta, autoritaria, esnob, vanidosa, mística, loca”. Benkemoun enumera en su libro los adjetivos más frecuentes que se le aplican a Maar. ¿Cuál echa en falta? “Ambiciosa”, responde la autora. “Era bella y talentosa, y su ambición no era algo malo, quería ir tan alto como fuera posible, y encontrar un amor que la hiciera crecer en toda su potencia, lo mismo que su amiga Jacqueline Lamba”.

El de Lamba, compañera de estudios en la Escuela de Artes Decorativas y pareja más delante de André Breton, es uno de los más de 40 perfiles breves con los que Benkemoun ha construido esta “biografía relacional”, una suerte de retrato de grupo que toma forma de collage o “un cuadro cubista”. Pasando de un nombre a otro se propuso “dibujar el cadáver exquisito del universo de Dora”. Y de entre el selecto y variado grupo destaca un nombre en particular, el de André-Louis Dubois, un alto funcionario que evitó la deportación de Jean Genet, y que era amigo de Cocteau, Gide, Chanel o Camus, y visitante del estudio de Picasso durante la ocupación alemana de París cada vez que había un problema. “Era muy serio y muy interesante”, explica.

El papel de amante y musa de Picasso eclipsó durante años la figura de Maar, y Benkemoun, tratando de rebelarse contra esto, buscó al galerista Marcel Fleiss, que expuso sus cuadros en 1990, cuando ella tenía 83 años y hacía 17 de la muerte de Picasso. Él le contó que en su visita a la casa de Maar estaba expuesto en una librería el Mein Kampf de Hitler. “Cuando me lo contó me planteé si quería pasar dos años volcada en ella, siendo yo judía. ¿Cómo puedes ser antifascista y acabar antisemita? Mi conclusión es que no hay que reducirla a eso, era una mujer mayor que quizá llegó a eso por su tristeza y amargura, que veía que todos los marchantes y los principales coleccionistas eran judíos y estaba resentida, que quería provocar y humillar a Fleiss”.

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