La segunda resurrección de Coutinho


Uno se pregunta qué tipo de brasileño debe ser Coutinho para disfrutar como un demonio en Liverpool, Múnich o Birmingham y penar por Barcelona como si el espíritu de Lluís Companys lo acompañase a todas horas acusándolo de, qué sé yo, colaboracionista con el régimen que lo ordenó apresar y matar. Algo paranormal tuvo que sucederle a un futbolista cuyo fichaje generó un consenso como pocas veces se ha visto en el Camp Nou, costes aparte, y que ha terminado de la misma manera pero al revés: ya no queda un alma en ese estadio que no se lo quiera quitar de encima como sea, incluso regalado.

Sus primeras actuaciones, de vuelta a una Premier League que lo entronizó como primer espada del fútbol mundial, invitan al optimismo: el Barça sueña con una última oportunidad de rescatar un pellizco de aquella inversión fantasmagórica con su venta, como esas motos que se caen a pedazos en algún granero de aldea hasta que un experto en la materia las identifica como un clásico del motor y te ofrece un dineral por ellas. Es la segunda resurrección de un futbolista que parecía muerto en vida cada vez que saltaba al jardín de Messi, como si el privilegio le superase, o como si fuese uno de esos meninos melancólicos que necesitan el confort de su propio pensil. Durante su cesión al Bayern demostró que no se había olvidado de jugar al fútbol -quizás en el peor momento para el equipo que todavía le abonaba las nóminas- y con la camiseta del Aston Villa ya acumula dos goles y otras tantas asistencias en tres partidos a las órdenes de Steven Gerrard: ver para creer, creer para vender.

A veces, los futbolistas olvidan quiénes son por las razones más insospechadas. Algunos, como en el caso de Joao Cancelo, tienen la extraña capacidad de convertir la desmemoria en virtud y no pasa nada. El lateral del Manchester City -o lo que sea eso en que lo ha convertido Guardiola, pues no es fácil catalogar su función según los parámetros clásicos del juego- ya no debe ni de reconocerse en las fotos de comunión, tal ha sido su metamorfosis de carrilero con ínfulas a futbolista total que solo encuentra analogía en Optimus Prime, el cybertroniano líder de los Autobots. En el caso concreto de Coutinho, ese olvido lo transformó en un trasplante forzado de Iniesta que, o bien no supo comprender, o bien no llegó a asimilar: jugar a dioses con los futbolistas, sin medir el alcance de ciertos actos, puede acarrear funestas consecuencias.

Cualquier rastro de la personalidad atrevida de aquel jugador que, en sus comienzos, cruzaba medio campo con pequeños toques de cabeza, sin dejar caer el balón y ante la mirada atónita de sus rivales, quedó difuminada en unas expectativas que no tenían ningún sentido: ser un futbolista que no podía ser y, para más inri, obviando al futbolista que sí era. Barcelona cayó, entonces, como una losa sobre él. Y solo alejándose del cementerio ha vuelto el Phillipe Coutinho de las mejores tardes a encontrar sentido a su juego, a su vida, y a un futuro que todavía se presume brillante si no comete la torpeza de volverlo a intentar. ¡Cuánto desamor se ha superado sabiendo decir adiós y no insistiendo en el siempre cruel “hasta luego”!

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