Tan solo el 8% de las obras de arte que poseen los coleccionistas privados puede verse en museos. El 60% está en casas privadas o en despachos y pasillos de oficinas. El tercio restante permanece escondido en almacenes, en bóvedas de banco y en los llamados museos ocultos (conocidos en el mundillo como puertos francos). Tanto la Unión Europea (mediante una directiva ya en vigor) como el Gobierno español se han propuesto acabar con las irregularidades que los rodean en muchos casos. En España, el Ministerio de Economía presentará en un próximo Consejo de Ministros un anteproyecto que modifica la ley de prevención del blanqueo de capitales y financiación del terrorismo, según han informado fuentes de ese departamento. Regulará, entre otras, las actividades de quienes “actúen como intermediarios en el comercio de obras de arte cuando lo lleven a cabo en puertos francos”. El texto, que transpone la directiva europea, llegará al Congreso “esta primavera”.
Visitar esas instalaciones es un ingrediente más de cierto glamur social, ese que se deja atraer por el aroma de lo secreto y el acceso con tarjetas de identidad biométricas para contemplar cómo el propietario extrae de los armarios van goghs, kahlos, picassos, bacons, mirós, warhols o basquiats. Christopher Nolan introdujo los museos ocultos en una de las secuencias centrales de su último filme, Tenet. El protagonista no se plantea el robo en un museo, sino burlar las sofisticadas medidas de seguridad de uno de esos lugares acorazados de lujo (en realidad, se rodó en un centro de arte en Tallin, Estonia).
El de Ginebra, el más importante de los museos ocultos de Suiza, ocupa la misma superficie útil que el Louvre y almacena cerca de un millón de piezas de todo tipo, incluidas antigüedades. Les siguen en importancia los de Singapur y Luxemburgo, aunque hay otros en Delaware, Mónaco y Pekín.
Desde que se generalizó su uso, a principios de la década pasada, tienen una doble cara: Son muy útiles para la logística y el almacenaje de obras en tránsito, además de contar con las más avanzadas técnicas de conservación y seguridad, por lo que prestan un servicio insustituible a coleccionistas, museos, galerías y casas de subastas; la faceta tenebrosa está asociada al fraude fiscal y el blanqueo de capitales, y salió en parte a la luz con los escándalos de los papeles de Panamá vinculados a la familia Nahmad y su modigliani expoliado por los nazis (el hijo, David, acaba de ser indultado por Trump); el tráfico de antigüedades que servía para financiar al ISIS o el caso de Yves Bouvier, el transportista y marchante, propietario de la empresa Natural Le Coultre, accionista del puerto de Ginebra y promotor del de Singapur, que en 2015 fue acusado de fraude al magnate ruso Dmitry Rybolovlev.
Tantos escándalos llevaron a la UE a emitir una directiva contra el blanqueo de capitales, que entró en vigor el 1 de enero de 2020. En los balances de 2019, los museos ocultos de Ginebra y de Luxemburgo (ahora llamado Luxembourg High Security Hub o Centro de Alta Seguridad de Luxemburgo) registraron más del 3% de pérdidas, a la espera de contabilizar los estragos de la covid. Las dos directoras que acaban de llegar al cargo han declinado ser entrevistadas por EL PAÍS.
Oddný Helgadóttir, profesora de economía política en la Copenhagen Business School, es autora del informe que sirvió de base a la directiva europea. “Hay”, dice, “una variedad de ventajas potenciales en los puertos francos. Para los coleccionistas, marchantes y otros poseedores de arte a gran escala, ofrecen un espacio de almacenamiento con condiciones convenientes en cuanto a luz, humedad… Para quienes se han pasado a la inversión en activos tangibles debido a la supresión del secreto bancario, ofrecen almacenamiento libre de impuestos. Para alguien que busca almacenar piezas en secreto y de forma anónima como, por ejemplo, en un contencioso de divorcio, podrían ser útiles para ocultar esas piezas. Y los que se dedican al comercio de objetos culturales de origen ilegal o de contrabando los usan como espacios fuera de la ley”.
La UE ha aprobado una directiva contra el blanqueo de capitales, que también afecta a los ‘museos ocultos’
En muchos casos, las transacciones se realizan allí mismo: los cuadros solo cambian de sala acorazada. En territorio europeo, se exige desde la entrada en vigor de esa normativa un registro de los propietarios a partir de los 10.000 euros, el marcaje a las empresas fantasma y un almacenaje máximo de seis meses. La economista, con todo, no cree que la directiva de la UE haya afectado tanto a los museos ocultos. “No los clasificó como entidades financieras, lo que significa que las reglas son bastante laxas y que cabría endurecerlas”.
John Zarobell, responsable de International Studies de la Universidad de San Francisco, ha analizado la zona gris del mercado y el uso del arte como algo estrictamente financiero. Lamenta que “buena parte del patrimonio sea retirado de la esfera pública, degradando su valor cultural”. No se atreve a dar una cifra del valor de las obras invisibles de un mercado que en 2019 movió más de 60.000 millones de euros, y duda de que “China y los Emiratos Árabes armonicen sus legislaciones con las regulaciones de la UE o las británicas.” No cree que tras el Brexit el primer ministro británico, Boris Johnson, cree un “Singapore-Upon-Thames” del arte, y tanto él como Helgadóttir enmarcan los puertos francos de arte o museos ocultos en tendencias económicas más amplias y de una mayor concentración de riqueza. “Para decirlo de manera menos técnica, significa que hay un grupo más grande de personas muy ricas que buscan formas alternativas de inversión”, asegura Helgadóttir. Eso incluye también las criptomonedas, oro, vinos o acciones tecnológicas.
Los museos ocultos permiten también a los propietarios almacenar piezas sobre cuyo valor se puede pedir dinero prestado. Zarobell apunta otra práctica reciente: en muchas transacciones privadas e incluso en algunas subastas públicas se vende la obra antes de la puja a una compañía offshore (es decir, instalada en un paraíso fiscal) por un precio mínimo garantizado y si la puja final es más alta, se reparten la diferencia. El público se fija en las obras que consiguen récords, ¿pero qué sucede con las que no se venden? Pueden quedar almacenadas sin coste fiscal como activos a la espera de su momento.
Estos museos invisibles también han alentado una nueva tendencia: el coleccionismo fraccionado. Se trata de comprar un fragmento de un cuadro de Andy Warhol como si fuera una acción de una empresa. Warhol, es, según esa mentalidad, un blue-chip, un activo solvente y fiable en tiempos de incertidumbre. Esta obra será almacenada y alquilada o vendida en su momento. Numerosas plataformas, como la pionera Maecenas Fine Arts de Singapur, pero también casas de subastas, ofrecen comprar participaciones de obras con criptomonedas como el bitcoin.
La Universitat Oberta de Catalunya y la Universitat Autònoma de Barcelona han creado una tecnología, Bart, para facilitar su compra y venta gracias al bitcoin, lo que permite seguir el rastro de la obra por parte de sus autores, certificar la autoría en un momento de auge de las exposiciones no presenciales y ahorrarse los intermediarios.
Es como si la filosofía que inspira el mundo de las criptomonedas hubiera llegado al mercado del arte. Y no solo en su vertiente económica, también en la creativa: la obra más cara inspirada en el bitcoin es Block 21, de Robert Alice, comprada el año pasado por 108.307 euros en Christie’s, 322.048 dígitos del código original de Satoshi Nakamoto para Bitcoin repartidos en las cuarenta pinturas de la serie Portraits of a Mind, de manera que ningún coleccionista llegue a poseer el código entero.
¿Tiene futuro o es moda? Un consultor de arte lo duda: “Yo prefiero tener un dibujo de Picasso colgado en una pared de casa que un trozo del mejor Leonardo da Vinci almacenado en un lugar que nunca veré”.
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