La vida en minúsculas

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Todos los detectives tienen que adornarse con una rareza, a veces un trastorno. Los escritores de novelas policiacas no han encontrado hasta hoy mejor forma de subrayar su genialidad, su perspicacia o su misantropía. Casi siempre solitarios, se presentan como versos, más que sueltos, dislocados. Nos gusta mucho ver cómo resuelven los crímenes, pero no nos iríamos a cenar con ellos. No hay quien los aguante. El cliché los designa como “atormentados”.

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La rareza de Harry Bosch (en la serie de Amazon, Titus Welliver, el actor que mejor cara de perro pone) es su casa. Ganó mucha pasta como asesor policial en una película y la invirtió en un hogar de diseño colgado de las alturas de Los Ángeles. Es una casa hostil que parece un mirador y hace de su dueño un vigía. A sus pies se extienden las luces de la ciudad, donde suceden los crímenes, donde la mugre, las bandas, los corruptos y los malvados no le dan tregua. Su cruzada son las niñas víctimas de la violencia, a las que casi nunca salva, pero a veces venga.

Por supuesto, Bosch es insomne, como todos los guardianes. Siempre acude cuando se le llama. Cansado, viejo y descreído, pero presente. Como atalaya perpetua, trasciende los lugares comunes del género policial para convertirse en metáfora paterna y un poco teológica: es un dios menor del que solo esperamos que no desista. Le perdonamos el fracaso y le agradecemos el desvelo porque lo que buscamos las personitas del siglo XXI no es lo mismo que buscaban las del siglo XX o las del XIX. Ellos vivían en mayúsculas por Dios, por la Patria o por la Revolución. Nosotros lo hacemos en minúsculas y nos conformamos con que un guardián gruñón nos diga de vez en cuando que lo intenta y que saldrá mejor la próxima vez.

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