La vida intramuros del papa Francisco


Hace siete años un argentino acudía a un céntrico hospedaje de Roma para pagar la cuenta. En la recepción no daban crédito. Tenían ante sí al rostro que aparecía constantemente en la televisión: Jorge Mario Bergoglio, el recién elegido papa Francisco. Pese a que el establecimiento era propiedad de la Santa Sede, es decir, suyo, el nuevo pontífice había decidido acudir en persona a saldar la cuenta por la estancia de los días del cónclave y a retirar el equipaje que había dejado en la habitación. Sus acompañantes y los guardaespaldas se quedaron también atónitos. Era el preludio de un estilo inédito en la Iglesia, una pista clara de que había llegado para cambiarla o, al menos, intentarlo.

Ese mismo día tenía una cita crucial con sus sastres personales para comenzar a preparar su hábito papal, pero decidió que el protocolo vaticano podía esperar. Su siguiente paso fue eliminar los clásicos zapatos rojos que simbolizaban el poder de los papas. También jubiló el trono papal dorado; saludó a los cardenales en su primer encuentro con un “hola” y un gesto con la mano; descartó el lujoso apartamento que le esperaba en el Palacio Apostólico y se mudó a una modesta residencia de sacerdotes dentro del Vaticano. Cada movimiento suyo llamaba tanto la atención de todos los públicos que Time lo proclamó Persona del año solo unos meses después de su nombramiento. “No ha cambiado la letra, pero ha cambiado la música de la Iglesia Católica”, argumentó la revista.

Desde que entró en la Capilla Sixtina como cardenal Bergoglio y salió como papa Francisco tuvo claro que atrás quedaban los paseos y los trayectos en bus o en el subte (metro) por Buenos Aires, las visitas a las villas miseria o los encuentros con los cartoneros. En este tiempo, el peso y la rigidez del papado han calado en su espontaneidad. Ya no sale solo de los muros Vaticanos para comprar personalmente unas gafas en una óptica de Roma, como hizo en una ocasión; ni tampoco conduce un viejo Renault cuatro latas por las calles del pequeño estado. Pero sigue sorprendiendo.

La última ocasión fue hace unos días, con unas declaraciones en un documental en las que apoya la creación de leyes que amparen las uniones civiles entre personas del mismo sexo. “Los homosexuales tienen derecho a estar en una familia. Son hijos de Dios y tienen derecho a una familia”, señaló. No es un respaldo al matrimonio homosexual, ni una renuncia a la convicción de que los actos sexuales entre personas del mismo sexo son pecado. Pero es el primer Pontífice que se expresa a favor de este asunto de un modo tan claro.

Francisco ha pasado la pandemia “enjaulado” dentro de los muros vaticanos, como él mismo ha dicho, sin viajes ni apenas grandes apariciones públicas. El contacto directo con los fieles es una necesidad para él, es uno de sus mayores símbolos y desempeña así su liderazgo espiritual. Después de seis meses de parón, retomó en septiembre sus audiencias generales de los miércoles y al inicio se le criticó por acercarse a saludar personalmente a los visitantes y por no llevar mascarilla. Hasta que la semana pasada renunció a aproximarse al público para evitar aglomeraciones y posibles contagios. “Disculpadme si hoy os saludo desde lejos pero creo que si todos como ciudadanos cumplimos las prescripciones de las autoridades, esto será una ayuda para acabar con esta pandemia”, dijo. Esta semana apareció por primera vez en público con mascarilla, en un encuentro religioso por la paz con otros líderes religiosos ancianos.

Desde su llegada marcó distancias con los modos regios de los anteriores papados. Dio carpetazo a los lujos pontificios por considerarlos un contrasentido y sigue viviendo de la misma forma austera que predicó desde el principio. Continúa viajando en pequeños utilitarios, con menos escoltas de lo que era habitual y tampoco se va de vacaciones, para disgusto de los comerciantes de la localidad de Castel Gandolfo, cercana a Roma y tradicional residencia veraniega de los Papas que solía ser un jugoso gancho turístico por ello. Bergoglio en julio rebaja el ritmo de su agenda, limita sus apariciones públicas y aprovecha para descansar, sin salir de su residencia Santa Marta, y hacer cosas para las que habitualmente no tiene tiempo, como escuchar música o leer.

El suyo está siendo un pontificado difícil, marcado por la gestión los escándalos de pederastia en el seno de la Iglesia, por la corrupción en la curia, por las feroces oposiciones del sector más conservador del catolicismo, por la soledad del Papa. Y también por los reproches por la falta de resultados palpables de sus profundas reformas. Aunque como él mismo ha reconocido en alguna ocasión, su intención es “abrir procesos” irreversibles en la Iglesia que probablemente tendrá que completar ya su sucesor.

En este tiempo se ha distinguido por ser el papa ecologista que publicó su encíclica verde –Laudato si, la primera de la Iglesia sobre el cambio climático– al poco de estrenar el pontificado y que saludó a la joven activista sueca Greta Thunberg y la pidió que siguiera adelante con su lucha por el clima. También sigue siendo el papa de la calle, de la cercanía, de los abrazos, un “pastor con olor a oveja”, como suele describirlo; el papa de los puentes, que siempre que puede critica los muros, con alusiones nítidas a algunas políticas de Donald Trump. O el papa que vino del fin del mundo, como dijo en sus primeras palabras como pontífice, para sacudir y revitalizar una institución poco dada a los cambios y en la que la unidad habitual de medida es el siglo.


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