La violencia vuelve a golpear a la confiada Noruega


Hanna Hesjedal estaba en su habitación haciendo los deberes cuando saltó la noticia de que un hombre había disparado con un arco y flechas contra varias personas en su pueblo, Kongsberg, un antiguo enclave minero a hora y media en tren de la capital noruega, Oslo. “Al principio pensamos que era una broma”, recuerda la estudiante de 18 años, que enseguida empezó a chatear con sus amigos. “En plan, ¿arco y flechas? ¿En Kongsberg? Imposible”. Luego puso la televisión: cinco muertos. Fue en el barrio antiguo del municipio, con calles en las que todos se conocen y tradicionales casas de madera que nadie cierra con llave. El asesino confeso, Espen Andersen Brathen, de 37 años, aprovechó esa confianza para entrar sin ninguna resistencia y abatir en sus viviendas a varias de las víctimas. Las escogió al azar. La policía cree que no fue un ataque planificado.

Aunque inicialmente se habló de la posible radicalización del asesino, un ciudadano danés que vivía en Kongsberg y que decía haberse convertido al islam hace unos años, la principal hipótesis que maneja la policía es la de la enfermedad mental. De confirmarse, la matanza no tendría nada que ver con la que sacudió el país nórdico hace algo más de 10 años, cuando un extremista islamófobo de ultraderecha, Anders Behring Breivik, mató a 77 personas en un atentado planificado y con un claro componente ideológico. Pero lo sucedido revive el trauma de Utoya, la isla en la que Breivik asesinó a la mayoría de sus víctimas, jóvenes del partido laborista que celebraban un campamento de verano. Aquel episodio conmocionó profundamente a un país poco acostumbrado a los hechos violentos. “La pérdida de la inocencia”, tituló la BBC una de sus informaciones sobre la masacre.

Una década después, la violencia ha vuelto a impactar en la sociedad noruega, que todavía no se ha recuperado de las heridas de 2011. “Entonces despertamos de una especie de sueño en el que creíamos que nada malo podía ocurrir”, reconoce Ole, un jubilado que pasea con su mujer, Ingjard, cerca del monumento improvisado que los habitantes de Kongsberg han levantado con velas y flores en una pequeña plaza del municipio. Si entonces los noruegos no creían posible que semejante odio pudiera cristalizar en el mayor atentado terrorista de su historia, tampoco ahora entienden cómo un hombre aparentemente trastornado, que había dado muestras de su desequilibrio y al que habían controlado los servicios de inteligencia, ha podido segar la vida de cinco personas. La pareja relata que, cuando vieron las luces de los helicópteros desde su casa, temieron que se estuviera repitiendo la misma pesadilla.

La matanza, independientemente de los motivos que la han provocado, ha evocado el hecho más traumático de la historia reciente de Noruega. Un país que ni siquiera después de la tragedia de Utoya dejó de ser confiado. El miércoles, tras el ataque, la policía ordenó a todos sus agentes que llevaran armas. Normalmente no lo hacen. La policía noruega patrulla desarmada. Durante décadas ni los ciudadanos ni los propios agentes lo han considerado necesario, según mostraban las encuestas. Tampoco los políticos, que lo discutieron ampliamente tras los atentados de 2011, para decidir seguir como antes. “Pero en los últimos años la tendencia ha cambiado”, explica Anne Lise Stranden, periodista del medio especializado en ciencia Forskning.no.

En 2015 un antiguo jefe policial, Anders Snorheimsmoen, reconoció en una entrevista que había cambiado de parecer. De defender que la policía debía estar desarmada pero con fácil acceso a las armas, pasó a opinar que los tiroteos ocurridos en toda Europa, con terroristas lobos solitarios difíciles de controlar y otros delitos graves obligaban a los agentes a llevar pistola. Los argumentos para no hacerlo se basaban, entre otras cosas, en estudios que comparan muertes accidentales y víctimas por arma de fuego en Suecia, donde la policía sí va armada, con Noruega, apunta Stranden en la cafetería de la nueva biblioteca pública de Oslo. También en el miedo a que, en respuesta, también los criminales empiecen a armarse y se produzca una escalada que desemboque en más víctimas, accidentales o no.

Todavía es pronto para saber si lo sucedido en Kongsberg devuelve a la actualidad el debate, pero ya hay analistas que empiezan a preguntarse en los medios si una mejor preparación policial podría haber evitado la masacre. Según el relato del jefe de policía local, Oyvind Aas, el primer encuentro de Bråthen con los agentes se produjo a las 18.13. Una patrulla había acudido al supermercado Coop Extra tras recibir una alerta de que allí había un hombre disparando con un arco. Los agentes iban armados y dispararon al aire, pero Bråthen les atacó y tuvieron que replegarse y pedir ayuda. No llevaban equipo de protección. El hombre se escapó por una puerta trasera. Entonces todavía no había matado a nadie. Tardaron 34 minutos en atraparle. Se movió muy rápido por varias calles, disparando a viandantes y entrando en algunas casas. En una asesinó a un matrimonio.

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La policía y el servicio de inteligencia, el SPT, han anunciado que una investigación independiente indagará en los posibles errores cometidos durante la detención. El nuevo Gobierno, que tomó posesión solo unas horas después de la matanza, también tendrá que evaluar cómo funciona su sistema de salud y si está atendiendo correctamente a las personas con trastornos psiquiátricos. El primer ministro, el laborista Jonas Gahr Store, mencionó deficiencias en los servicios de salud mental en una de sus primeras apariciones. Una de cada cuatro personas derivadas a psiquiatría no reciben tratamiento, reconoció. El PST confirmó que había recibido avisos sobre el asesino. En 2018 alertó al sistema sanitario y concluyó que existía la posibilidad de que el hombre fuera capaz de “atentar con medios sencillos”. Tone Sofie Aglen, una conocida comentarista política del país, resume así el problema, reconocido por las autoridades: hay perfiles “que caen en tierra de nadie: demasiado sanos para el sistema de salud y demasiado enfermos para la policía”.

Cuando el país se recupere de la conmoción inicial, y avance la investigación de los motivos del asesino, el nuevo Gobierno tendrá que dar respuestas a las muchas preguntas que ya empiezan a hacerse los noruegos. “Ahora estamos de luto”, dijo a EL PAÍS la ministra de Justicia, Emilie Enger Mehl durante una visita a Kongsberg: “Los noruegos nos unimos cuando ocurren tragedias como estas, nos ayudamos entre nosotros. Es pronto, la policía todavía está trabajando, pero seguro que tendremos cosas de las que aprender”.

Hesjedal pasa cada atardecer por la plaza llena de velas, flores y mensajes. Es prácticamente el único lugar de Kongsberg donde se ve gente. El supermercado donde empezó todo, en cuya entrada acristalada se aprecia un impacto de bala, sigue cerrado. Dos agentes en un coche policial custodian uno de los escenarios del crimen. “Estamos todos en shock; la gente no está saliendo mucho de casa”, susurra un chico camino de la estación. La estudiante se despide, la esperan en casa: “Da mucho miedo pensar que algo así pueda ocurrir en un pueblo pequeño. Sé que puede pasar en cualquier parte, pero es duro cuando es el tuyo”. En la iglesia se ve luz pasadas las seis de la tarde. El párroco ha decidido dejarla abierta todo el día, hasta tarde, para quien necesite consuelo, sea religioso o no: “Ha venido mucha gente, la mayoría ni siquiera para hablar con nosotros, solo para estar en silencio”.

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