Las grandes fortunas y la década perdida en EE UU



Elizabeth Warren está recibiendo muchos ataques en los medios. Algunos de estos ataques reflejan, sin duda, errores de campaña. Pero en buena parte son una especie de reacción visceral a las críticas de la candidata respecto a la excesiva influencia de las grandes fortunas en la política, un argumento que, de hecho, se ve confirmado por esta reacción.
Es cierto que al comienzo de su trayectoria política Warren, como casi todos los demás, realizó campañas para recaudar fondos de donantes ricos. ¿Y? Las acusaciones de incongruencia son muy a menudo una treta periodística, una forma de no abordar el fondo de lo que dice un candidato. Al fin y al cabo, los políticos deberían cambiar de opinión cuando hay una buena razón para hacerlo. La pregunta debería ser si Warren hizo bien al anunciar el pasado febrero que dejaría de recaudar fondos de millonarios. Más en general, ¿tiene razón cuando dice que los ricos tienen demasiada influencia política?
Y la respuesta a la segunda pregunta es con toda certeza que sí. Lo primero que hay que saber de los muy ricos es que, desde el punto de vista político, son diferentes de usted y de mí. No se dejen engañar por el puñado de prominentes multimillonarios progresistas o progresistoides; los estudios sobre la política de los ultrarricos muestran que son muy conservadores, que están obsesionados con las rebajas de impuestos, que se oponen a la regulación medioambiental y financiera, y que tienen muchas ganas de recortar los programas sociales
Lo segundo que necesitan saber es que los ricos consiguen a menudo lo que quieren, incluso cuando la mayor parte de la ciudadanía quiere lo contrario. Por ejemplo, una gran mayoría de votantes —incluida una mayoría de quienes se declaran republicanos— cree que las grandes empresas pagan demasiado poco en impuestos. Pero la política interior que ha definido al Gobierno de Trump ha sido una enorme rebaja de impuestos a las grandes empresas.
O por tomar un asunto que le interesa mucho a Warren: la mayoría de los estadounidenses, y entre ellos un gran número de republicanos, está a favor de endurecer la regulación de los grandes bancos, y sin embargo, incluso antes de que Donald Trump asumiera el cargo, las normativas relativamente suaves que entraron en vigor a raíz de la crisis financiera de 2008 estuvieron sometidas a un ataque político constante.
¿Por qué ejerce un número tan reducido de ricos tanta influencia en lo que se supone que es una democracia? Las aportaciones de fondos a la campaña electoral son solo una parte del relato. Igualmente importante, si no más, es la red de fundaciones, grupos de presión y demás que modelan el discurso público y que están financiados por milmillonarios. Y está también la puerta giratoria; es deprimentemente normal que ex altos cargos de ambos partidos pasen a colaborar con grandes bancos, multinacionales o consultoras, y la perspectiva de ese empleo no puede sino influir en la política cuando aún ocupan su cargo público.
Y, por último, pero no menos importante, la información política de los medios de comunicación parece reflejar con demasiada frecuencia los puntos de vista de los ricos. Fijémonos, por ejemplo, en la cuestión de las políticas para combatir el desempleo. El paro en EE UU está ahora en un mínimo histórico —solo el 3,5%— y ese bajo desempleo se está consiguiendo sin ninguna señal de inflación galopante, lo que nos dice que podríamos haber conseguido esta clase de resultados todo el tiempo. ¿Recuerdan cuando algunos como Jamie Dimon, consejero delegado de JP Morgan Chase, nos decían que el desempleo elevado era inevitable debido al “desfase de aptitudes”? Estaban equivocados.
Pero se ha tardado mucho tiempo en llegar hasta aquí, porque el desempleo ha descendido muy lentamente tras el máximo alcanzado después de la crisis. La tasa media de desempleo en la pasada década fue del 6,3%, lo que se traduce en millones de años-persona de paro gratuito.
¿Por qué no nos recuperamos más deprisa? La razón más importante fue la austeridad presupuestaria, supuestamente para reducir el déficit, que supuso un lastre constante para la economía desde 2010. ¿Y quién estaba obsesionado con los déficits presupuestarios? Los votantes en general, no; pero los estudios indican que, incluso cuando el desempleo estaba por encima del 8%, los ricos consideraban que los déficits presupuestarios eran un problema mayor que la falta de puestos de trabajo.
Y los medios se hacían eco de estas prioridades, tratándolas como si fueran la única posición razonable, y no las preferencias de un pequeño grupo de votantes. Como señaló por aquel entonces Ezra Klein, de Vox Media, en lo referente a déficits presupuestarios parecía que no eran aplicables “las normas habituales de neutralidad informativa”; a menudo los periodistas defendían opiniones políticas que eran, en el mejor de los casos, controvertidas, que la ciudadanía en general no compartía, y que, como sabemos ahora, eran esencialmente erróneas.
Pero eran las opiniones políticas de los ricos. Y en lo que respecta al tratamiento de opiniones políticas divergentes, a menudo los medios de comunicación conceden a algunos estadounidenses un trato más igual que a otros. Lo que me devuelve a la campaña electoral de 2020. A lo mejor no están de acuerdo con las ideas progresistas que nos llegan de Elizabeth Warren o Bernie Sanders, lo cual está bien. Pero los medios de comunicación le deben a la ciudadanía un debate serio sobre estas ideas, no un rechazo forjado por una combinación del reflexivo “sesgo centrista” y la suposición consciente o inconsciente de que cualquier política que disguste a los ricos debe de ser irresponsable.
Y cuando los candidatos hablan de excesiva influencia de los ricos, ese tema merece también una discusión seria, no los golpes bajos que hemos visto últimamente. Sé que este tipo de debate molesta a muchos periodistas. Y esa es precisamente la razón por la que necesitamos tenerlo.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times, 2019.
Traducción News Clips


Source link