Las grietas económicas del Kremlin

Un mural con un retrato del presidente ruso, Vladimir Putin, en la localidad de Kashira, próxima a Moscú.
Un mural con un retrato del presidente ruso, Vladimir Putin, en la localidad de Kashira, próxima a Moscú.Andrey Rudakov / Bloomberg

Detallado hasta el extremo, el gran plan del presidente ruso, Vladímir Putin, para reflotar y modernizar la economía de Rusia e impulsar su baja tasa de crecimiento dicta una muy necesaria inyección de unos 400.000 millones de dólares (336.134 millones de euros) durante seis años en industria, infraestructura, ciencia o sanidad. Y la compra de 900 pianos para escuelas de música, levantar 40 pistas de hielo cubiertas, el desarrollo de 180 monumentos de la historia militar rusa; además de la construcción de nuevas carreteras y vías férreas.

Con el palpitante título Proyectos nacionales, el programa diseñado en 2019 presenta las líneas maestras del Kremlin para recuperar la inversión —alimentando fundamentalmente la pública, ante la inapetencia de la privada y la extranjera— y acelerar la renqueante economía rusa, tras siete años de sanciones occidentales impuestas por la anexión ilegal de la península ucrania de Crimea y que se han ido ampliando con las acusaciones de injerencia hacia el Kremlin. La meta era tremendamente ambiciosa: colocar la economía de Rusia entre las seis primeras del mundo para 2024. Y de paso, para Putin, cimentar su legado con un gran titular.

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Sin embargo, forzado sobre todo por la pandemia de coronavirus, el Kremlin decidió el año pasado aplazar silenciosamente esos cruciales objetivos hasta 2030. Los pianos y los nuevos aeropuertos tendrán que esperar. Pero también el objetivo de aumentar la esperanza de vida de los 72,7 años a 79, y el de reducir el porcentaje de personas que viven bajo el umbral de la pobreza al 6,6% (del 13,2% en 2018). El camino de Proyectos nacionales es una buena metáfora de la deriva económica rusa. La pandemia fue el golpe definitivo, pero su comienzo había sido en cierta medida un fracaso. Ya en 2019, el PIB de Rusia creció solo un 1,3%, frente al 2,5% del año anterior. La burocracia y el freno para el gasto están lastrando el plan. También la desconfianza de muchos inversores privados en un sistema opaco y muy poco garantista, opina la empresaria Anastasia Tatulova.

La economía rusa está estancada. Desde hace años, su PIB no crece más allá del 1% o el 2% anual. Se asemeja, suele ejemplificar la economista Elina Ribakova, del Institute of International Finance (IIF), a una fortaleza sitiada en cuyo interior nada se mueve. “Rusia sigue levantando barreras para fortificarse, pero gasta más energía en construir ese muro para envolver su economía que en sus ciudadanos o empresas. Está en modo defensivo y eso la distrae de otras medidas esenciales”, señala la experta. La coraza se ha ido haciendo más y más dura como reacción a las sanciones que restringieron el acceso a los bancos occidentales y vetaron la importación de diversos productos rusos a la Unión Europea o Estados Unidos. También después de las que pusieron en la diana a varios de los oligarcas del círculo más estrecho de Putin y a sus negocios.

Reservas

Desde la anexión de la península ucrania de Crimea en 2014, el Kremlin, que siempre ha apostado por una política de ahorro, guiado por la creencia tradicionalmente rusa de que las cosas siempre pueden empeorar, ha tratado de acumular reservas en preparación de posibles nuevas sanciones y de las fluctuaciones del precio del crudo. A finales de 2020, pese al impacto de la crisis sanitaria, el país euroasiático tenía unos 183.000 millones de dólares en el Fondo Nacional de Riqueza, forjado a través de ingeniería financiera con los precios del petróleo y años de medidas de austeridad. Es la ocasión en la que las arcas han estado más llenas desde 2009. Sus reservas generales también eran robustas: unos 596.000 millones (el equivalente a dos años en sus importaciones), según cálculos de The Economist.

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Cuando la pandemia golpeó el país, el Kremlin siguió con su pauta de ahorro implantada por Putin cuando llegó al poder hace más de dos décadas a un país traumatizado por la brutal crisis de los años 1990, tras el derrumbe de la ­URSS, y que permitió a Rusia capear el temporal cuando la crisis financiera mundial hizo que los precios del petróleo se derrumbaran en 2008. Así, debido a ese diseño de fortaleza y a que las medidas de confinamiento han sido más ligeras que en otros lugares, el impacto en la economía ha sido, por ahora, menor. El año pasado, con los efectos de la covid-19 y el declive en la demanda de energía (Rusia es uno de los mayores exportadores de petróleo del mundo), su PIB se contrajo un 3,6% (la mayor caída desde 2009), un poco más que el promedio mundial del 3,4%, pero menos que la contracción del PIB del Reino Unido (9,9%), Francia (8,2%), Alemania (5,3% ), Canadá (5,4%) o España (10,8%).

Y aunque el punto de partida no era muy halagüeño, la economía de Rusia se está recuperando más rápido que otras. Y en esto también han desempeñado un papel las sanciones occidentales; un efecto colateral no buscado que ha resultado de alguna forma “positivo” para Rusia, señala Ribakova. “Fueron una llamada de atención sobre sus vulnerabilidades externas, y eso los hizo menos sensibles a los cambios globales. Rusia está mucho más aislada, así que el impacto de la crisis fue menor”, abunda la experta del IIF. El Banco Central de Rusia estima que el crecimiento del PIB para 2021 estará entre el 3% y el 4%, según detalló hace unos días su jefa, Elvira Nabiullina, en el Foro Económico de San Petersburgo, donde sin embargo alertó de que la recuperación es “desigual”. Además, con un nuevo incremento de contagios, las autoridades están pensando en nuevos confinamientos.

Cuando las relaciones con Occidente pasan por su peor momento desde la Guerra Fría, Rusia ha consagrado su giro hacia Asia, con inversiones y proyectos sobre todo en China; pero también está pescando en países de Oriente Próximo —como Qatar— y algunas de sus grandes compañías desarrollan planes en África. Y con las elecciones parlamentarias de otoño decisivas para el Kremlin a la vista, el ruido de la imposición de nuevas sanciones estadounidenses por el caso del líder opositor ruso encarcelado Alexéi Navalni, además del descontento social por la situación económica, el Gobierno trabaja a fondo en un nuevo plan de medidas y un paquete de gasto que den impulso al crecimiento de la economía poscovid.

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Y lo está ideando, simbólicamente, en un búnker frente a la Casa Blanca de Moscú, la sede del Gobierno. Allí, en una sala blindada, trabajan el primer ministro, el tecnócrata con fama de práctico y resolutivo Mijaíl Mishustin, y su equipo, según contaban varias fuentes al diario económico Kommersant. La idea era que Putin hubiera presentado el gran plan a finales de abril, durante su discurso sobre el estado de la nación. Pero el proyecto, que según los expertos incluye aprovechar por fin el fondo de emergencia del Gobierno o aumentar los impuestos para dotar económicamente un nuevo programa en infraestructura que impulse la inversión, todavía se mantiene en secreto. Los proyectos, desde trenes y puentes o puertos, aún se están seleccionando.

Mientras tanto, Putin ya ha pedido a sus oligarcas que se rasquen los bolsillos y prioricen la inversión y el desarrollo. Rusia, donde la mayoría de las grandes empresas industriales son activos estatales exsoviéticos —petróleo, gas, minerales— que pasaron a manos de los actuales magnates en circunstancias turbias durante los tormentosos años posteriores al derrumbe de la URSS, es el país en el que la distribución de la propiedad es más desigual que en cualquier economía importante de Europa, América del Norte o Asia, según la World Inequality Database (WID) —no indexa países de Oriente Próximo, África o América Latina—. En uno de sus últimos informes apunta que desde 1997 los millonarios y multimillonarios en Rusia han poseído una mayor parte de la riqueza nacional que en EE UU, por ejemplo.

La pandemia, además, no ha sido mala para los ultrarricos en Rusia. De hecho, hoy hay 117 multimillonarios, frente a los 99 del año pasado, con un valor colectivo de 584.000 millones de dólares, frente a 385.000 millones en 2020, según datos de Forbes.

Algunos se aprestaron a apoyar al Estado durante la primera ola de la pandemia, que ha vuelto a sacar a la luz el sistema cuasi feudal del país euroasiático. El año pasado, mientras los contagios de coronavirus aumentaban y la respuesta de las autoridades rusas era nula, oligarcas como Alexéi Mordasov, de la metalúrgica Severstal y hoy el hombre más rico del país, dio bonos de 200 euros a sus trabajadores de Cherepovets, donde tiene su base de operaciones, para afrontar la pandemia e inyectó fondos en los servicios de salud de la región. Fueron de las primeras medidas de apoyo a la pandemia. Y otros también ejecutaron ese contrato informal con el Kremlin, que les mantiene el plácet para que se sigan beneficiando de las enormes riquezas del país mientras arrimen el hombro cuando se necesita.

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El gigante euroasiático ha invertido menos que otros Estados industrializados en ayudas públicas para paliar los efectos de la crisis sanitaria. Dedicó alrededor del 4% de su PIB a las medidas de estímulo, según el Banco Mundial, pero se financiaron a través de préstamos, exenciones fiscales y garantías de préstamos; y no dinero fresco directo para empresas y hogares. El Kremlin se ha mantenido reacio a abrir sus arcas para esa última vía, analiza en un informe detallado Serguéi Guriev, profesor en la Sciences Po de París y aliado del opositor Navalni, que describe el monto real dedicado a apoyar a hogares y empresas como “minucias”.

El peso termina recayendo en los ciudadanos y en las pequeñas y medianas compañías, opina Artióm Borovoy, copropietario de una empresa de espacios para ferias de exposiciones. Los apoyos, más allá del aplazamiento de los impuestos, han sido “insignificantes”, dice. Durante la pandemia y “por desesperación”, Borovoy decidió reinventarse. Ahora diseña y fabrica escritorios plegables y para trabajar de pie, que tienen su punto para los apartamentos pequeños y el teletrabajo.

Puntos débiles

El Gobierno tiene mayoría en 6 de las 10 mayores compañías de la Bolsa rusa. Sin embargo, su ecosistema de pequeñas y medianas empresas y su modelo de captación de inversores es raquítico, en un panorama empañado por las sanciones, pero también por el paisaje político en el que el Kremlin, ante la pérdida de popularidad del partido del Gobierno, está aplicando una política de tierra quemada contra cualquier voz crítica.

En los países desarrollados, las pequeñas y medianas empresas como la de Borovoy son el motor del desarrollo económico. “Su contribución al PIB es de entre el 40% y el 80%”, apunta la catedrática de Economía de la Universidad de la Amistad de los Pueblos Natalia Volgina. “Las pymes crean las condiciones para el empleo de la población, pagan una parte significativa de impuestos y dibujan una competencia sana y abierta”, señala Volgina. En Rusia, en 2019, su participación en el PIB fue de alrededor del 20%; y en el empleo, alrededor del 22%, según el Ministerio de Desarrollo Económico y Comercio. De ahí que una parte de los Proyectos nacionales incluya un plan especial de apoyo a estos negocios para aumentar su participación en el PIB al 25%, y en el empleo, al 32%. Pero es probable que no se logre, cree Volgina.

El gurú económico ruso Alexéi Kudrin, presidente de la Cámara de Cuentas, apuntó recientemente que esta crisis podría servir de acicate para desarrollar un “botiquín de reformas”, como promover la liberalización económica y la descentralización política en el país más extenso del mundo. También es fundamental reducir la dependencia de los hidrocarburos, que continúan representando más del 60% de las exportaciones —con la UE como mayor cliente— y más del 40% de los ingresos del Gobierno, algo que deja sus presupuestos ciertamente vulnerables a una recesión global. Las energías renovables representan hoy menos del 1% de la generación de energía en Rusia y sus inversiones en energías limpias entre 2014 y 2019 ascendieron a unos 5.000 millones de dólares, según datos de Bloomberg NEF; una décima parte de las de la India.

Planta de gas de Gazprom en Ust-Luga. La economía rusa es muy dependiente de la exportación de energía.
Planta de gas de Gazprom en Ust-Luga. La economía rusa es muy dependiente de la exportación de energía.Andrey Rudakov / Bloomberg

Combustibles fósiles

El Gobierno, pese a que ha aprobado recientemente leyes para luchar contra el calentamiento, mantiene una postura un tanto ambigua sobre la crisis climática. Rusia tiene intención de multiplicar por 10 su producción de combustibles fósiles para 2035. Y empresas como Rosneft o Gaz­prom Net han puesto en marcha macroproyectos. Varios de ellos en el Ártico, territorio estratégico para Rusia tanto por geopolítica como por razones económicas. La producción de petróleo allí representará el 26% de la producción total para 2035, estima el Ministerio de Energía ruso; frente al 11,8% en 2007. Además, el deshielo en el Ártico está dando alas al plan de Moscú de impulsar a través de esas aguas del norte —­en las que quiere ganar terreno a China y a EE UU— la ruta marítima que pondría a Rusia en el centro de una nueva vía de envío global para suministros de energía y carga.

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Y con el estancamiento del crecimiento, el derrumbe de la inversión, las austeras medidas de gasto implementadas por el equipo de Putin y el aumento de la inflación (en especial de productos básicos), los ingresos reales de los rusos han caído en los últimos siete años. En 2020, los hogares rusos medios tenían un 11% menos para gastar que en 2013. Un caldo de cultivo que nutre el descontento social que las autoridades están tratando de combatir con ayudas a familias con hijos —una forma también de luchar contra el invierno demográfico, uno de los grandes problemas del país— y un sistema de precios regulados de materias básicas que expertos como Ribakova ven, sin embargo, “preocupante”.

En los últimos meses, Putin también ha instado a atraer la inversión a un país que no solo ofrece un mercado para sus 144,5 millones de personas, sino también un ventajoso acceso a los países de Asia Central. El Kremlin ha aprobado una nueva regulación que rebaja el impuesto a las tecnológicas establecidas en el país del 30% al 3%. La idea del líder ruso es convertir el país en un hub tecnológico. Aunque estos beneficios para las empresas tecnológicas, opina Olenin Alexander, de la consultora Russian Lobbying, están dirigidos sobre todo al proteccionismo del sector ruso. “Se están creando varias bases de datos y registros de software ruso, por ejemplo; y todo el sector público utiliza en gran medida análogos rusos de productos extranjeros”, apunta. De hecho, el Krem­lin está impulsando la creación de elementos como una Wikipedia rusa, un programa similar a Zoom, otro como TikTok; y desde este año, todos los móviles que se venden en el país deben llevar preinstaladas una serie de aplicaciones rusas.

El país euroasiático cuenta con potentes empresas tecnológicas, como Yandex, una multiplataforma que es un buscador, un servicio de compras por internet y también de viajes privados, y que ha absorbido en la zona a Uber. Amazon no opera específicamente en Rusia, pero Wildberries y Ozon, que el año pasado registró un aumento de las ventas de casi 2,5 veces, están despuntando en un mercado de gran digitalización y oportunidades; sobre todo en las grandes ciudades.

Hay otras medidas, señala Vladímir Seleznev, vicepresidente de la plataforma bancaria de inversión internacional ArieGuard, como las denominadas zonas económicas especiales, que buscan captar inversores en sectores de la economía local (producción, tecnología e innovación, turismo y recreo, logística). Zonas que se caracterizan por la ausencia de aranceles aduaneros, depreciación acelerada, cotizaciones reducidas a la seguridad social y también impuestos reducidos.


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